Dime cómo eres y dónde creces y te diré cómo te cultivo
Las plantas se adaptan a las condiciones meteorológicas, ya sean continuas o temporales, para sobrevivir según el entorno en el que se encuentren
El agua, la luz y la temperatura son tres de los factores limitantes que encontramos en el cultivo de las plantas. Y, además, hacen que su anatomía se adapte a estos condicionantes. Observar cómo son las hojas y los tallos de las distintas especies nos puede dar una pista de los cuidados que necesitan para subsistir. Si adicionalmente ponemos atención al clima de origen, añadiremos un recurso más para cultivarlas mejor.
Si fuéramos una planta y tuviéramos que sobrevivir con una cantidad de lluvia anual de tan solo 25 milímetros y bajo un sol abrasador, nuestra anatomía tendría que reflejar la dureza de ese hábitat. Es en esa situación en la que una especie excepcional, Welwitschia mirabilis, se ve obligada a vegetar en el desierto de Namibia. Así, en esa circunstancia, su cuerpo se ha visto reducido a dos hojas rígidas que parten de una base de crecimiento leñosa y endurecida como una piedra. En otro entorno similar, asimismo ligado a lluvias muy escasas, también hubiéramos podido elegir desarrollar un porte más elevado, y crear una columna verde gigante donde almacenar agua y nutrientes con los que hacer frente a los largos periodos de sequía. Esta adaptación anatómica la encontraríamos, por ejemplo, en el saguaro (Carnegiea gigantea). Para evitar además la evaporación excesiva que ocurre cuando el sol está presente, el metabolismo de este y de otros cactus hace que la planta permanezca sellada durante el día. En consecuencia, el saguaro solo abrirá sus estomas —los órganos encargados de realizar el intercambio gaseoso con la atmósfera— durante la noche, algo que también hace Welwitschia.
Puede que esa sequía sea estacional, ligada a los meses de verano principalmente. Entonces, como hacen muchas plantas bulbosas como los tulipanes (Tulipa spp.) o los narcisos (Narcissus spp.), una parte del año no estarán visibles creciendo sobre la tierra, sino enterradas bajo ella, encapsuladas en unos llamativos órganos de reserva llamados bulbos. Cuando regresen las lluvias volverán a brotar a partir de esas yemas subterráneas.
Por el contrario, si viviéramos en un entorno con abundancia de agua durante todo el año y con unas temperaturas más suaves y estables, podríamos mostrarnos pródigas al llenarnos de hojas y de tallos. Esos enormes árboles de la Amazonia, o esas plantas trepadoras de las selvas, no han de economizar recursos. No hay más que mirar las hojas enormes de la costilla de Adán (Monstera deliciosa) para comprender que la búsqueda de agua no es un problema para ella, y que la tiene en abundancia. Para que sus grandiosas hojas no hagan la función de un tejado y desplacen lejos el agua de las raíces de la propia planta, se han llenado de agujeros para que cuando llueva las gotas puedan mojar la base de la planta y sus raíces aéreas.
¿Y qué ocurriría si la luz que llega no es demasiada? Entonces nos volveríamos muy eficientes al captar hasta el más mínimo haz de luz que se colara hasta el suelo. Esto es lo que les sucede a las plantas del sotobosque, que viven al pie de los árboles, como la archiconocida aspidistra (Aspidistra elatior). La pilistra, que es otro de sus nombres comunes, es originaria de las islas Ōsumi, en Japón, donde crece bajo grandes árboles perennes de shii (Castanopsis sieboldii). Gracias a la adaptación a su hábitat natural, a las aspidistras les gusta el interior de las casas, y sus hojas anchas de un verde muy oscuro y su consistencia coriácea nos pueden dar dos pistas sobre su cultivo: resisten las sombras y también la sequía.
En cambio, si la radiación solar es tan abundante que necesitamos hacer algo para paliar ese exceso de luz, podemos optar por lo que hacen muchas aromáticas mediterráneas, que reducen la superficie de la hoja hasta el extremo. Es el caso del romero (Salvia rosmarinus) o de la lavanda (Lavandula angustifolia). En ambas sus hojas son muy estrechas, lanceoladas, y muestran colores blanquecinos. Estos tonos glaucos los encontramos en el romero en el envés de las hojas, con una maraña de finos pelos que protegen los estomas, y evitan así la pérdida excesiva de agua. En la lavanda es toda la planta la que muestra ese color glauco, gracias a su superficie pelosa, que refleja parte del exceso del sol, como lo haría una casa pintada de blanco.
Con este somero e incompleto repaso por la anatomía de algunas plantas hacemos un recordatorio de lo imprescindible que es fijarnos tanto en la morfología de sus cuerpos como en el lugar de origen de las plantas que cultivamos. No en pocas ocasiones vemos romeros que se plantan a la sombra, contraviniendo su perfecta adaptación al sol, y es entonces cuando los vemos crecer tristes y de colores verde claro y sin flores. O encontramos aspidistras plantadas bajo el sol del mediodía, con sus hojas quemadas, amarillentas, exhaustas ante tanta radiación solar.
Por lo tanto, si tenemos en cuenta las formas de sus hojas y tallos, su consistencia, sus colores y su hábito de crecimiento, en muchas ocasiones podremos aprender a cultivarlas correctamente. No hay reglas generales, porque en el mundo vegetal siempre habrá excepciones a la regla, pero disfrutaremos agudizando nuestra intuición jardinera. Y, de paso, si investigamos el sitio de donde provienen nuestras compañeras y estamos atentos al clima al cual están adaptadas, nos hará ser más exitosos cuando las cuidemos aquí, a nuestro lado. Por el camino será como viajar, ilustrando nuestros días con el eco de tierras lejanas.
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