El ginkgo, el árbol que sobrevivió a los dinosaurios y a la bomba atómica
Esta especie antediluviana ha llegado al siglo XXI casi igual que hace 200 millones de años. Solamente por esta genética prehistórica debiéramos dedicarle nuestros respetos
El término ‘fósil viviente’ se encuentra anexo a ciertas especies de seres vivos. Se trata de animales y de plantas venidos de otra época, en la cual incluso se puede imaginar cómo los dinosaurios hacían retumbar la tierra a cada paso. O, como mínimo, se observarían insectos gigantes volando en medio de bosques de inmensos helechos arborescentes. Si miramos un ornitorrinco —ese mamífero australiano surrealista—, o un celacanto —un pez antediluviano con aspecto de haberse quedado varado en otra era—, asumimos rápidamente su antigüedad evolutiva. Pero cuesta más verlo en las plantas, y existen varias especies que es un milagro que sigan vivas. Y tan cerca de casa, porque una convive en parques y jardines como si el tiempo no fuera con ella: el ginkgo (Ginkgo biloba). A pesar de su extraña grafía, la pronunciación es de lo más dulce: yingo o guingo, ya que se puede elegir entre una u otra, si nos basamos en la procedencia japonesa de su nombre.
La extrañeza que provoca este árbol comienza en su región de origen, ya que si ha sobrevivido hasta nuestros días casi puede asegurarse que es debido a su cultivo. Gracias a que es un árbol sagrado en Oriente se ha plantado extensamente en sus templos y edificios singulares, de la misma manera que en Occidente se han arraigado tejos, cipreses o robles en los lugares de culto. Se cree que algunos individuos aislados en zonas montañosas del sur de China pueden ser los restos de la última población salvaje de esta especie, desde donde se distribuyó su cultivo por todo el sudeste asiático. Así lo relata el botánico Peter Crane en su completo y alabado libro dedicado íntegramente al ginkgo. Fue a finales del siglo XVII cuando el naturalista germano Engelbert Kaempfer vio el ginkgo en Japón, y lo describió por primera vez para los europeos.
Como Crane y otros científicos nos recuerdan, el ginkgo “creció con los dinosaurios, y ha llegado a nosotros casi sin cambios durante 200 millones de años”. Solamente por esta genética prehistórica debiéramos dedicarle nuestro respeto. Su clasificación botánica es un verso libre, ya que es la única especie que se conserva viva de su familia, las ginkgoáceas, que no tiene un parentesco directo con otras plantas vivas.
Su porte es majestuoso y puede hacer sentir a los humanos como hormigas a sus pies, al ser capaz de sobrepasar los 35 metros de altura. Pero lo que le hace inconfundible con respecto a cualquier otro árbol son sus hojas, en forma de abanico y de textura carnosa y cerosa, que en muchas ocasiones se dividen con una escotadura central o incluso con varias. De ahí que Linneo lo bautizara con el apellido biloba, de dos lóbulos. Estas hojas se agrupan en pequeños ramilletes muy gráciles, dando a las ramas un aspecto muy característico. En el otoño llega otro de los momentos gloriosos del ginkgo: sus hojas se colorean de amarillo limón intenso, y todo el árbol se vuelve dorado. Lo curioso es que en muchas ocasiones se desembaraza de sus tonos otoñales muy rápido. Así que si nos quedamos parados debajo de él, nos bañará con una lluvia continua de hojas.
Durante los meses fríos sus semillas caerán al suelo progresivamente. La carne que las rodea les da un aspecto de cereza o de ciruela, pero tienen un aroma cuanto menos peculiar, incluso desagradable. Por eso se prefiere plantar ginkgos macho antes que hembra, ya que en esta planta los sexos están en pies diferentes. En Asia este perfumado asunto parece no importarles en exceso, ya que consumen la semilla tostada, pero sin su envoltura carnosa.
Por todos estos motivos se aprecia que su morfología es de lo más singular, pero no lo es menos que sus cualidades, ya que se trata de una auténtica fuerza de la naturaleza. Es capaz de llegar a ser milenario, y no se ve afectado ni por vientos ni mareas. Consecuentemente, algo que también va ligado a cualquier lectura sobre el ginkgo es su robustez ante cualquier inclemencia, debido a que no le perjudica ni el frío, ni el calor, ni las plagas, ni las enfermedades, ni la falta de agua o la polución de las ciudades, ya sea en la atmósfera o en la tierra. Tanta fortaleza le llevó a ser el primer árbol que rebrotó después de la explosión de la bomba atómica de Hiroshima. A la primavera siguiente del suceso un ginkgo rebrotó como si nada hubiera ocurrido, y desde entonces se convirtió en un símbolo de esperanza y de paz frente a la barbarie humana.
Los amantes de las plantas caen rendidos ante estos innumerables encantos, como le ocurrió a Cor Kwant. Esta profesora lleva recopilando en su blog, The Ginkgo Pages, una cantidad ingente de datos y de imágenes del ginkgo desde hace muchos años.
Lo mejor que se puede hacer es seguir aprendiendo de este magnífico árbol, y para ello nada mejor que plantarlo nosotros mismos. Si no tenemos un jardín, encontramos en los viveros variedades enanas perfectas para cultivar incluso en macetones. También se puede hacer como Javier Valdés, químico jubilado, que quiso ser alumno de este árbol, criándolo desde la semilla. “Mi amor por el ginkgo empezó por mi mujer, Elisa, a la que le gusta mucho la hoja, y me hizo fijarme en ella”, explica. “A partir de entonces, cuando pasaba por un parque en el otoño y veía sus semillas en el suelo, las recogía. Las dejaba durante varias semanas en una fiambrera con arena de río húmeda en la nevera. Cuando llegaba la primavera las sembraba en la terraza, hasta que sus tallos comenzaban a asomar por encima de la tierra. Así que los he regalado a amigos y a familiares. Me he enamorado de los ginkgos. He tenido la fortuna de poderlos sembrar y de verlos crecer”.
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