La reinvención del Teatro Real
El coliseo madrileño estrena ‘La traviata’ tras un intenso periodo de adaptación a las nuevas normas sanitarias. Este es un viaje a las entrañas de la ópera en una temporada marcada por la pandemia
La reinvención del Teatro Real
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Una extraña agitación se respira estos días en el Teatro Real de Madrid. Se parece a la que antecede siempre a cualquier estreno, pero no es exactamente igual. No es cualquier estreno, sino el más importante de la temporada, pese a no ser el más grandioso artísticamente hablando: una versión de concierto semiescenificada de La traviata, casi sin escenografía. Pan comido para un equipo acostumbrado a poner en pie producciones de ópera colosales. Sin embargo, los nervios están a flor de piel. O quizá no sean nervios, sino emoción. Después de cuatro meses cerrado por el coronavirus, el mayor tiempo de silencio que ha vivido este coliseo decimonónico desde su última reapertura en 1997, este miércoles el patio de butacas vuelve a llenarse de espectadores. Lo que antes era rutina diaria se vive ahora como milagro.
Pero no es ningún milagro. Detrás hay dos meses de trabajo intenso para adaptar el teatro a las nuevas exigencias sanitarias impuestas por la pandemia. Más allá de las mascarillas, los geles hidroalcohólicos, los termómetros que miden la temperatura de toda persona que atraviese cualquiera de sus puertas o la reducción del aforo al 50% para mantener la distancia de seguridad entre los espectadores, toda la maquinaria de gestión y producción ha sido revisada y se han creado nuevos protocolos en todos los departamentos: desde la desinfección diaria de trajes con rayos ultravioleta hasta la implantación de partituras digitales o la instalación de pantallas de metacrilato en el foso de la orquesta.
Nada menos que 340.000 euros ha costado el acondicionamiento, algo que solo pueden permitirse grandes instituciones como esta, que para este 2020 cuenta con un presupuesto de 55 millones de euros. “Podemos y debemos abrir el camino a los demás”, proclama el director artístico del coliseo, Joan Matabosch. El Real es el primer gran teatro de ópera del mundo que reabre sus puertas tras el cierre por la pandemia.
Uno de los retos más difíciles ha sido la reorganización de la actividad de los ascensores. La vida en el Teatro Real sucede en vertical y la limitación de aforos en los elevadores complica el trabajo. Aunque desde fuera parezca un sereno edificio neoclásico, por dentro es en realidad un bullicioso rascacielos de 14 pisos por encima del suelo y ocho subterráneos: de sus 65.000 metros cuadrados de superficie, 40.000 están bajo tierra.
Por eso todo gira en torno a los ascensores: hay nada menos que 18, además de cuatro montacargas y dos montadecorados. Y pueden llegar a ocurrir tantas cosas a la vez en todos los niveles que prácticamente no hay un momento del día en que estén parados. Si retrocediéramos a los meses anteriores al confinamiento, cuando la temporada estaba en pleno apogeo, en un mismo día podríamos encontrar equipos de trabajo simultáneos para cuatro producciones diferentes: mientras en la planta -3 se construyen unas esculturas gigantes para Aquiles en Esciros, en el foso (-1) la orquesta está afinando sus instrumentos para interpretar Il Pirata a la vez que en la +5 se cosen los trajes para La flauta mágica y en la sala Gayarre (+9) se monta el decorado de La pequeña cerillera.
Así es el Real cuando está a pleno rendimiento. Y así aspira a ser de nuevo en septiembre, cuando comience la nueva temporada, conformada por siete grandes producciones, dos de ellas de estreno mundial. La traviata que se presenta hoy y que estará todo el mes de julio en cartel es un banco de pruebas: tanto para el público como para los artistas, los técnicos y todo el personal del teatro. Todos deberán acostumbrarse a los nuevos protocolos. Y no habrá abrazos en esta primera producción, según el director de escena, Leo Castaldi, pero “la música llenará esa distancia”.
Como un enfermo que despierta del coma, el Teatro Real ha tenido que reactivar todos sus circuitos internos poco a poco. Empezando por la base del gran rascacielos, situada a 24 metros bajo tierra. Esta zona está sometida a una vigilancia constante porque por debajo corre un río subterráneo, por lo que a veces puede haber filtraciones. Un técnico controla continuamente el nivel freático para prevenir posibles inundaciones.
Cuatro metros más arriba encontramos ya los primeros espacios útiles, destinados a almacenaje, pero la verdadera actividad no empieza hasta llegar a la planta -5, situada a 16 metros por debajo del nivel de la calle: aquí es donde se ensamblan los decorados imaginados por los escenógrafos que luego serán elevados en plataformas hasta el escenario. “Hay algunos realmente difíciles, pero intentamos siempre buscar soluciones. Nuestro trabajo es hacer posibles los sueños del equipo artístico”, explica Carlos Albolafia, director técnico del teatro.
Solo una vez en su carrera Albolafia no lo consiguió: “Un montaje que nos presentaron hace muchos años que consistía principalmente en una pista de hielo”. Pero recuerda con satisfacción haber superado otros desafíos: “La Aida de Hugo de Ana [1998], La Bohéme de Giancarlo del Monaco [2006], el Quijote de Herbert Wernicke [2000], el Rigoletto de Michael Levine [2009] y la Katia Kavanova de Robert Carsen”, enumera. ¿Dónde pone el límite? “En todo lo que se refiere a la seguridad de las personas”. Este condicionante pesa ahora más que nunca.
Una vez ensamblados, los decorados emergen a la superficie gracias a un sistema de 18 plataformas que se mueven gracias a una tecnología de vanguardia que se inventó para elevar portaviones y que los trabajadores llaman aquí familiarmente “espirulinas” porque se activan en espiral. Es un conjunto de columnas que giran como telescopios y que impresiona ver en acción, pues lo normal en los escenarios es que los grandes decorados entren horizontalmente, no desde abajo. La opción vertical no es un capricho, se debe a que el Real apenas tiene espacio en los laterales del escenario (lo que técnicamente se llama “hombros”). Es lo que lo hace único entre los grandes teatros de ópera del mundo.
Después de casi tres meses paralizadas, el 25 de mayo las “espirulinas” volvieron a ponerse en acción. Ese día empezó el desmontaje de la escenografía de Aquiles en Esciros, que quedó varada en el escenario durante el confinamiento sin haberse podido mostrar ni una sola vez al público porque el teatro tuvo que cerrar pocos días antes de su estreno. Era una de las grandes apuestas para la temporada 2019-2020, la recuperación de una obra olvidada del patrimonio español lírico, con libreto de Pietro Metastasio y música de Francesco Corselli, producida enteramente por el coliseo madrileño.
Todo el personal artístico y técnico del teatro se había implicado con entusiasmo en esta producción, pues la idea era que todo se hiciera dentro de la casa: desde la confección del vestuario hasta la construcción de la espectacular escenografía diseñada por Julia Hansen, inspirada en la Grecia clásica. Durante meses el equipo de utilería del coliseo estuvo trabajando en la planta -3 del rascacielos, a 10 metros bajo tierra, para realizar unas esculturas de dimensiones sobrehumanas, tal como se representaba a los héroes de la Antigüedad.
Las tallas quedaron tan espectaculares que la dirección del teatro, en vez de enviarlas al almacén, ha ordenado ahora colocarlas a la vista del público: dos en los laterales del cocherón de entrada y otras dos en el salón Falla. Ahí reposan como símbolos de este tiempo raro, a la espera de que en el futuro se reprograme la obra y puedan volver al escenario.
Dos plantas más arriba del taller de utilería está el foso de la orquesta. Se ha estudiado mucho la disposición de los músicos en esta nueva etapa, pues según el protocolo elaborado por el Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música en colaboración con todo el sector y de acuerdo con el Ministerio de Sanidad, debe mantenerse una distancia de seguridad de metro y medio entre ellos. Por suerte, el foso del Teatro Real es elástico: se agranda o se achica según el número de instrumentistas que requiera cada obra.
En condiciones normales, para La traviata sería suficiente la dimensión más pequeña, pero se utilizará la más grande (140 metros cuadrados) para albergar con holgura a los 56 músicos que necesita. Se han instalado además paneles de metacrilato delante del director y de la fila de instrumentos de viento porque tienen que quitarse la mascarilla para tocar.
Tanto la disposición de los músicos en el foso como los paneles de protección se han replicado en la sala de ensayos de la orquesta, ubicada en la planta 6, donde los músicos han estado trabajando durante poco más de una semana con el maestro Nicola Luisotti, gran especialista en el repertorio de Verdi, que se alternará en las funciones de La traviata con Luis Méndez Chávez.
El primer ensayo de la orquesta fue el jueves 18 y resultó emocionante. Antes de empezar, Luisotti recordó que él había sufrido el primer cierre de un gran teatro de ópera por la pandemia, la Scala de Milán el 23 de febrero, pero toda esa pena le quedaba compensada por la alegría de estar presente en la primera reapertura. “El mundo necesita del arte. Tenemos el deber de volver a la vida”, sentenció el maestro.
El viernes 19 empezaron los cantantes. Tanto los solistas de los cuatro repartos que se alternarán en La traviata como los 51 miembros del coro. Los solistas, con Luisotti en una sala de trabajo de la planta seis. Pocas veces se reúnen tantas primeras figuras a la vez en un ensayo: las sopranos Marina Rebeka, Ruth Iniesta, Ekaterina Bakanova, Lana Kos y Lisette Oropesa en el papel de Violeta; los tenores Michael Fabiano, Ivan Magrì, Matthew Polenzani e Ismael Jordi en el de su amado Alfredo Germont, y los barítonos Artur Rucinski, Nicola Alaimo, Luis Cansino y Javier Franco como Giorgio Germont. Es un lujo insólito escuchar los distintos matices que cada uno aporta a un mismo personaje.
Los miembros del coro, en lugar de su sala habitual en la planta 8, empezaron a ensayar directamente en la sala principal con su director titular, Andrés Máspero. Ocupan buena parte del escenario reticulado ideado por Leo Castaldi para que puedan mantener también la distancia de seguridad entre ellos. Un cuadrado de dos metros de lado para cada uno. Llevan mascarilla hasta colocarse en su posición, fija durante toda su actuación. Es un colectivo que hay que vigilar especialmente, pues el riesgo de contagio del coronavirus es muy grande por la expulsión de saliva que se produce al cantar. Cuando la enfermedad empezó a extenderse hubo brotes masivos en este tipo de agrupaciones, que además suelen (solían) trabajar hombro con hombro, entre ellas la del Teatro de la Zarzuela de Madrid: se contagiaron nada menos que una treintena de sus 52 miembros.
Todo está listo para la reapertura. La poderosa maquinaria del Teatro Real, con sus 322 trabajadores de plantilla, 106 de músicos y 51 cantantes fijos de coro, funciona ya a todo motor. Da igual que sea una producción de escenografía colosal o una semiescenificación como esta traviata reinaugural: el esfuerzo artístico y técnico es el mismo. “Lo importante de la ópera no es esa supuesta grandiosidad que se le atribuye. La ópera es un espectáculo de una notable complejidad en el que intervienen muchas artes, muchas disciplinas, muchos artistas… y por eso parece grandiosa, pero muchas se comprenden mucho mejor cuando se subraya lo que tienen de íntimas, de desnudas, de directas. Y es un reto lograr un espectáculo íntimo cuando detrás hay tantas disciplinas artísticas y técnicas”, comenta Matabosch.
En las grandes producciones que se ven en el Teatro Real suelen participar una media de 300 artistas, entre cantantes y músicos, a los que hay que sumar decenas de maquinistas, utileros, técnicos, personal de sastrería y caracterización que trabajan en las áreas del escenario invisibles para el público. A veces hay tanta gente trabajando en los laterales durante una función, que parece mentira que no se oiga nada desde el patio de butacas. Pero es que todo está coreografiado al milímetro: entradas, salidas, movimientos de escenografías, cambios de luces. Hay poco margen para el error. Esa ha sido ahora más que nunca la obsesión en la elaboración del plan de escena de La traviata. Cada paso está medido para que nadie se tope de pronto de bruces con un compañero. Todo está pensado para minimizar el riesgo.
No habrá ni mucho menos el trasiego que suele haber en las grandes producciones de la casa. Una de las más difíciles esta temporada fue Il pirata, con partitura de Bellini, todo un desafío vocal que superaron con éxito Javier Camarena y Sonya Yoncheva. Programada en diciembre, la escenografía estaba presidida por un gran espejo superior y otro inferior. Lo que ocurría detrás del escenario durante aquellas funciones era un espectáculo en sí mismo.
Todo está anotado en la partitura de los regidores. Una partitura tan indescifrable como pueden serlo las instrucciones de vuelo de una nave espacial. Es un libreto en el que junto a los pentagramas corren paralelos una serie de números asociados a las notas musicales y que agrupan todos los movimientos escénicos que deben realizarse en cada momento. Si pone, por ejemplo, “Top 47”, eso puede significar que justo en el momento en que suena un do debe empezar a moverse una plataforma y a la vez tiene que entrar el coro por la izquierda mientras se apagan los focos laterales para dejar iluminado solo el centro del escenario.
En una función de ópera puede haber entre 200 y 600 órdenes como esa. La de Il pirata se situaba en un punto intermedio. Por eso no basta solo con un regidor: hay uno en la mesa central, que da todas las órdenes, asistido por otros dos regidores en los laterales para controlar las salidas y entradas de los intérpretes y un tercero que sobrevuela por encima de todos ellos. Solo este último puede dar la orden maldita, la que nadie quiere oír: que el espectáculo se detenga. “En este trabajo es lo peor que te puede pasar. Pueden ocurrir muchísimas cosas que te obliguen a ello: que le pase algo a un cantante, problemas técnicos, accidentes… Más de una vez me he visto a punto de tener que hacerlo, pero al final siempre hemos encontrado la manera de seguir”, explica Guillermo Carbonell, que asume esa responsabilidad a menudo. Una tarea para la que hay que tener conocimientos en muchas disciplinas: música, idiomas, maquinaria y escenografía, entre otras, además de “nervios de acero, mano izquierda y mucha psicología”.
Todo se rige por una disciplina absoluta, pero también por la emoción. No es raro oír a los tramoyistas tarareando en susurros la melodía que suena en el foso mientras van de acá para allá. Lo viven con la misma pasión que quienes salen al escenario.
La función no puede comenzar hasta que el regidor de la mesa central dé permiso. Lo hace a través de un semáforo que está instalado en el foso, oculto para el público pero a la vista del director de orquesta, que es quien debe empezar. “Prevenidos”, advierte la regidora, un segundo antes de poner en verde el semáforo. Un instante en el que el tiempo parece detenerse y todo el teatro contiene la respiración. El momento fugaz en el que la realidad da paso a la ficción. Empieza la música.
La vida en camerinos suele ser también muy intensa durante las funciones. Un continuo ir y venir de gente a menudo con el tiempo justo de cambiarse un vestido y retocarse el maquillaje. Por eso se ha hecho especial hincapié en la organización de los flujos de artistas durante las representaciones de La traviata. Se trata de evitar cualquier roce entre ellos. Eso supone además que todas esas visitas y abrazos a los artistas que animan los entreactos quedarán restringidas. Serán menos menos bulliciosos y alegres que de costumbre, pero más seguros.
Mientras los artistas están en escena, los equipos de limpieza desinfectarán los camerinos. En realidad, cada pausa en cada espacio será aprovechada para ello. Los entreactos serán más largos, con una media de 40 minutos, para la higienización del foso, escenario y patio de butacas. Es un trabajo de nunca acabar.
Otra área clave en la adaptación del Teatro Real al contexto de la pandemia es el departamento de sastrería y caracterización, ubicado en el quinto piso del edificio. Ahí trabajan unas cuarenta personas fijas que pueden aumentar hasta setenta con personal eventual en los momentos de máxima actividad, todas bajo el mando de Ovidio Ceñera. Telas, agujas, pelucas, maquillajes y mucha laca corren por doquier en esta planta.
Uno de esos picos se produjo esta temporada en diciembre y se veía claramente en el plan de trabajo que cada semana elabora Ceñera, la llamada “tablilla”, una especie de hoja de cálculo que reparte a los miembros de la sección entre las distintas producciones con la ayuda de colores: azul para atender la función de Il pirata, amarillo para los ensayos de La flauta mágica, naranja para la preparación de los trajes de La cerillera y verde para los refuerzos no previstos.
Ceñera lo tiene todo en la cabeza. Mientras los sastres de su departamento confeccionan trajes para una producción, normalmente su cabeza está ya pensando en las telas de la siguiente. Ahora tiene la mente puesta ya en Un ballo in maschera, que inaugurará en septiembre la nueva temporada. El trabajo para La traviata ha sido peculiar: “Al ser una semiescenificación, no se ha diseñado un vestuario específico. Así que hemos rebuscado en nuestros almacenes trajes de traviatas anteriores y los hemos adaptado al reparto actual”, explicaba hace dos semanas, mientras varias personas de su equipo tomaban medidas a los solistas.
Aquí se trabaja al detalle. Evidentemente el ojo del espectador no llega a darse cuenta de si un traje está perfectamente cosido o si la tela es de buena calidad o si el pelo de una peluca es natural, pero advierte la deficiencia en el conjunto si algo de esto falla. Es la diferencia entre el cartón piedra y la excelencia artística.
El protocolo de caracterización se ha revisado al dedillo. Se ha comprado un estuche de maquillaje de uso intransferible para cada cantante y todos los trabajadores del departamento utilizarán pantallas faciales cuando tengan que estar en contacto directo con los cantantes.
En la octava planta está la gran sala de ensayo, que reproduce las dimensiones del escenario principal, para que puedan simularse funciones de una producción mientras otra está ocupando las tablas. Volviendo al hiperactivo mes de diciembre pasado, mientras abajo se representaba Il pirata, aquí se estaba probando otro de los grandes éxitos de esta temporada, La flauta mágica, con una original puesta en escena de Suzanne Andrade y Barrie Kosky inspirada en la estética del cine mudo y el cómic. Todo sucedía en una especie de pantalla de cine gigante de la que emergían los cantantes, muchas veces sujetos por arneses a varios metros de altura.
A los ensayos en esta sala asiste siempre alguno de los regidores que se hará cargo de las funciones para ir haciendo las anotaciones en la partitura musical y dejar fijados en ella todos los movimientos que marque el director de escena. Es un trabajo muy laborioso, pues a eso luego hay que añadir los cambios de luces que marque el diseñador de iluminación, las subidas y bajadas de plataformas, entradas y salidas de intérpretes. Una locura.
“Esto es como pilotar una nave espacial”, decía Ignacio García-Belenguer, director general del Teatro Real desde 2012, en una charla con Babelia poco antes del cierre del coliseo. “Requiere una planificación brutal. Cualquier fallo es tremendo cuando hay tanta gente involucrada, así que también hay que planificar las respuestas ante cualquier imprevisto. Un retraso de un vuelo ya te puede cambiar todo: costes, calendarios”, explicaba. Si esto era así antes de la pandemia, ahora ese lema debe llevarse al extremo: el equilibrio entre la excelencia artística y la sostenibilidad económica es más que nunca un desafío.
La tecnología siempre ha sido una aliada en este empeño. No hay que olvidar que el Teatro Real se reformó por completo con las últimas innovaciones en tecnología del espectáculo antes de su reinauguración en 1997, por lo que es uno de los más avanzados del mundo. Tiene además un departamento de I+D que está siempre a la búsqueda de nuevas herramientas, no solo para facilitar los trabajos escénicos, sino también para ensanchar las propias fronteras de la ópera: aquello que hoy parece imposible sobre un escenario podría ser realidad en el futuro.
Las herramientas digitales son especialmente útiles en esta etapa. Lectores de entradas sin contacto, códigos QR en las butacas para acceder con el móvil a los programas de mano y partituras digitales para los músicos son algunas de las novedades que se han implantado para este nuevo tiempo y que se quedarán para siempre. También en el mundo de la ópera hay un antes y un después del coronavirus.
- Créditos
- Coordinación y formato: Guiomar del Ser
- Dirección de arte: Fernando Hernández
- Diseño: Ana Fernández
- Imagen: Jaime Casal, Luis Manuel Rivas, Carlos Martínez y Luis Almodóvar
- Grafismo: Eduardo Ortiz y Nelly Ragua
- Maquetación: Nelly Natalí