Cuando un fondo buitre declara tu casa “un activo esencial”: así empieza la cuenta atrás para dejarte en la calle
Un centenar de vecinos de Ciudad Lineal, Tetuán y Lavapiés esperan con temor los primeros pasos del último depredador inmobiliario que planea comprar tres bloques de viviendas en la capital
Un día, una mujer va a comprar el pan tan normal, y al regresar, su yerno la llama advirtiéndole de que un fondo buitre le ha puesto el ojo a su casa. Se llama Luz, es viuda, tiene 88 años, y lleva viviendo 64 en el 2ºB de la calle Boldano, 5, cerca del metro Ciudad Lineal, en Madrid. Como ella, Pilar y su madre, María, José y su hija, Blanca, Luis, Antolín, Lidia, Saide, Habiba, en total casi un centenar de familias obreras que estos días esperan con angustia el aterrizaje en su escalera del último depredador inmobiliario que busca sacarlos a todos de ahí. La empresa se llama Elix Rental Housing y en su última junta de accionistas señaló los barrios de Tetuán, Prosperidad y Lavapiés como sus nuevos objetivos, como hace unos meses lo fue Chamberí. Suena el timbre. En bata, zapatillas de estar por casa y refugiados al calor de unos radiadores eléctricos, se acaban de enterar de que serán los siguientes.
Este fondo inmobiliario, que busca hacerse con otros tres bloques en la capital junto al de Chamberí, es propiedad de AltamarCAM Partners, cuyo presidente es Claudio Aguirre, primo de la expresidenta regional Esperanza Aguirre. Hace unos meses, envió su carta de presentación a unos 50 vecinos de la calle Galileo, 22: un burofax en el que les advertía de que su contrato tenía fecha de caducidad. Después de que falleciera la dueña original —a menudo se trata de propiedades familiares que heredan hijos y nietos—, compró el bloque y emprendió la misma estrategia que perfeccionaron desde 2013 una decena de fondos extranjeros: echar a sus inquilinos, reformar el edificio, convertirlo en un artículo de lujo o bien para el alquiler turístico, o para una venta al alcance de muy pocos. La empresa no ha querido responder a las preguntas de este diario.
El lunes, la principal organización que lucha por defender la nueva cara de los desahucios después de la crisis, el Sindicato de Inquilinas, que acompaña a los de Galileo, se percató de los planes de esta compañía porque habían dejado constancia de ello en su orden del día, al que ha tenido acceso EL PAÍS: una junta de accionistas para votar una ampliación de capital y hacerse con tres bloques más. La casa de Luz, en Ciudad Lineal, la de Pilar, en Tetuán y la de José, en Lavapiés, pasaron a convertirse en “activos esenciales para la compañía”. La junta se pospuso a febrero, informa el sindicato. Pero los ocupantes de esos activos llevan sin dormir desde entonces.
Un desahucio anunciado
La estrategia para reconvertir estos edificios de vecinos de toda la vida —EL PAÍS tiene constancia de al menos ocho inquilinos de renta antigua, con contratos de alquiler anteriores a 1985— en modernos apartamentos blancos con muebles de IKEA y velas aromáticas, comienza con encontrar a la presa fácil. Edificios con humedades, grietas, sin apenas mantenimiento, del que se han hecho cargo a menudo vecinos como Luz o como Antolín, que vive desde hace décadas sin portero automático, o como María, con un portal abierto de forma permanente. Especialmente, esos bloques que quedan en la capital que pertenecieron a un solo casero, que lo heredó a sus hijos y estos a sus nietos. En el caso de Tetuán, en la calle Salvia, 1, fueron los curas, la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, a quienes la casera heredó su patrimonio en 2020 y estos lo vendieron en apenas un año a un fondo buitre que, a su vez, lo vende ahora a otro, según los testimonios de los vecinos. “Y pensábamos que los curas iban a continuar con la tradición de nuestra casera, que la queríamos como a nuestra familia. Pues nos trajeron a los hombres malencarados”, apunta Pilar, de 55 años, que se crio en esta escalera.
Después, llega el momento clave: tomar posesión, presentarse. Un punto al que todavía los nuevos tres bloques no han llegado con Elix. La mayoría de los vecinos se han enterado de los planes de la compañía a través de este periódico. “Normalmente, la presentación se hace a través de una empresa gestora que se encarga del trabajo sucio, de lidiar con los vecinos. Se presentan y dan un número de cuenta nuevo, y esperan a recibir dos o tres meses el pago”, explica un portavoz del Sindicato de Inquilinas.
Al pasar ese plazo estimado, llega el momento burofax. El más temido, pues es el primer aviso de que cuando finalice el contrato (algunos en cuestión de meses), deben irse. Ahí es donde muchos vecinos claudican y se da la primera criba. A partir de ese mensaje del nuevo casero, hay que tomar una decisión: buscar un piso fuera de ahí, casi siempre por precios que duplican la renta que ya pagan, o quedarse y resistir, una estrategia que ofrecen los activistas para enfrentar a la voracidad de la especulación inmobiliaria en la capital.
Para los que se quedan comienza una guerra desconocida. Una batalla por ganar tiempo, porque es lo único que les queda. Sin dejar de pagar un euro, los inquilinos tratan de aguantar y comienza la lucha individual, contrato a contrato, en los tribunales. Un proceso que se dilata casi siempre por cláusulas abusivas, rentas antiguas, informes de vulnerabilidad —EL PAÍS ha constatado al menos cinco casos— que pueden suspender el proceso. “Hay gente que abandona porque no aguanta la presión, es una carga mental increíble, al final estamos hablando de que muchos no tienen a dónde ir. Muchas veces esto acaba en desahucio invisible”, critican desde el Sindicato.
Una vez que se agota todo el procedimiento, si el inquilino aún no se ha ido, se suele interponer una demanda de desahucio por expiración de plazo. “Ese es un procedimiento más o menos rápido. Depende del juez, pero es de cuatro meses a un año”, cuentan desde la organización. La guerra contra un fondo buitre nace perdida, aunque en el sindicato matizan: “Ganamos desde que decidimos quedarnos. Irse es buscar una vivienda por la que pagas como mínimo 500 euros más y hay mucha gente que no puede permitírselo”.
Los vecinos de las calles Boldano, 5, Salvia, 1 y Tribulete, 7, se arremolinan en la escalera para adelantarse al siguiente paso de la compañía. Luis, venezolano de 65 años que llegó a ese piso de Lavapiés hace 20, combate el insomnio con paseos de madrugada con su perro, no sabe cómo va a encontrar otro lugar donde vivir si su única nómina es la del Ingreso Mínimo Vital; Pilar trata de no contarle todos los detalles a su madre, María, que a sus 86 años hace como que no se entera para no preocupar a su hija. Blanca ha empezado a convencer a su padre de 71 años de que se vaya con ella a Móstoles, aunque José apunta hacia el suelo de su casa, que puso con sus ahorros como administrativo cuando ahí hace años solo había tierra.
“Yo de mi casa no me pienso mover, era también la de mi abuela, donde me he criado. Y no es justo que una empresa sin escrúpulos quiera ponernos a todos en la calle. Vamos a luchar, hasta donde podamos”, advierte Antolín, de 33 años, gerente de un supermercado. “Para ellos somos bichos. Compran el edificio con cucarachas y esperan que al fumigar nos salgamos corriendo, pues no será así, ya te lo digo yo”, comenta Pilar, que busca de reojo a su madre. María sigue fingiendo que solo escucha la televisión.
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