Y al séptimo día... también trabajaron
Las primeras casas de la colonia Sámbara, en el distrito de Ciudad Lineal de Madrid, fueron levantadas por obreros que trabajaban durante la semana en otras construcciones
El lunes trabajaban. El martes trabajaban. El miércoles trabajaban. El jueves trabajaban. El viernes trabajaban. El sábado trabajaban. Y el domingo, cuando casi todo el mundo descansaba, ellos trabajaban construyendo sus propias casas. También los días festivos. Y en las vacaciones. Porque, de aquella, tampoco había vacaciones.
La calle Benéfica Belén de Madrid es un remanso de paz dentro de otro remanso de paz. Aquí se levantaron las primeras casas de la colonia Sambara, en el distrito de Ciudad Lineal de la capital. Las construyeron a mediados del siglo pasado un grupo de trabajadores llegado casi todos desde Baeza (Jaén) para trabajar en la empresa constructora Los Jurado.
Manuel García (87 años, Monteagudo de las Vicarias, Soria), profesional de banca jubilado, era un niño que acompañaba a su padre muchos domingos. “La constructora Benéfica Belén les financiaba el terreno y ellos pagaban los materiales. Recuerdo el día en el que se iniciaron los trabajos, que llegamos en una camioneta y casi vuelca en el terraplén de lo que hoy son las escaleras que hay en medio de la calle. Debía de ser el año 1945. Trabajaban de sol a sol y lo hacían como un equipo: para que no se esmeraran más en una vivienda que en otra, decidieron sortearlas una vez estuvieran acabadas, casi tres años después. Así, todos trabajaban para todos. La única diferencia que había era la escalera que, según la parcela, podía quedarte a la izquierda o a la derecha de la entrada. Eran todos del mismo pueblo y se entendían muy bien”, recuerda en una conversación telefónica al tiempo que hace un rápido cálculo sobre el precio de los solares en aquel momento: “Serían unas 15.000 pesetas”. Al cambio, 90 euros.
Finalizadas las obras, un sombrero hizo las veces de bombo de la suerte. Se metieron papeles con los números de las viviendas y se fueron asignando. A Alfonso, el padre de Manuel, le tocó la 21. Pero nunca vivió en aquella casa que había levantado. “En cuanto la terminó, se trajo a sus padres de Baeza. Hizo esta casa para mis abuelos”. También para sus nietos.
Hoy, en aquel número 21 vive Marisa García (57 años, Madrid), nieta de Alfonso, hija de Manuel, empleada de una firma portuguesa de vajillas. “Mi abuelo hizo la colonia”, se presenta ella con orgullo. “Creo que era bastante espabilado. Vio la oportunidad en unos terrenos que eran de la marquesa de Torrecilla y montó un equipo con todos los que habían venido de Baeza solos como él, para que pudieran construir unas casas donde traer a sus familias. Todos tenían oficio. Estaba el carpintero, el capataz, el contable… De vez en cuando sisaban algo de material. Cosas que se caían. Una viga, una teja… pero, cuando se inauguró la colonia, el cura la bendijo, así que está todo en orden”, dice con humor en la puerta de su casa.
Nacida en la misma casa en la que vive, explica que otro sorteo ―esta vez con unas pelotas de ping-pong con el nombre de las casas de la familia que utilizaron sus abuelos para repartir la herencia entre los nietos― le permitió a ella quedarse con la casa de la colonia.
Aquí llegó, en 1981, Juan Carlos Pesquera (66 años, Valencia). Jubilado de su empleo en la Casa de la Moneda, recuerda las viviendas originales de la colonia “con la fachada de ladrillo visto, con la base enfoscada. Eran viviendas humildes. De hecho, el acceso a las casas se hacía a través de los patios posteriores, que no tenían muro porque en su momento pensaron que ya lo construirían y que lo pagarían los nuevos vecinos que fueran llegando”.
Las segundas plantas de esta calle están abuhardilladas, “para ahorrar cemento”, explica señalando las vigas de madera sobre las que descansa el tejado a dos aguas para cuya construcción se apoyaron en cañizo y escayola. Un tejado bajo en cuya parte superior se habilitaba un espacio corrido no habitable, que algunos propietarios utilizaban como trastero y desde el que, asomando la cabeza, podían verse los de todos los vecinos.
“Las viviendas”, continúa Juan Carlos, “tenían dos plantas ―de unos 40 metros cuadrados cada una―. En la primera se encontraban un salón, una habitación y la cocina, que daba acceso a un patio de unos 15 metros cuadrados. Arriba, dos dormitorios y un baño con taza turca. ¿Sabes lo que es un baño con taza turca? Los que tienen el retrete y la ducha en el mismo espacio”, explica mientras hace un gesto con la mano que parece querer indicar todo el tiempo que ha pasado desde entonces.
“Cuando hicimos la obra en mi casa, los obreros llevaban ya dos contenedores de arena y les pregunté que cuánto más iban a excavar. Me dijeron que estaban buscando el firme. ‘¿Pero qué firme?’, les dije yo. Como sigáis buscando vais a llegar hasta el metro. Esto era solo arena y escombro. Aplastamos el suelo, pusimos una capa de hormigón… y se nota”.
Muchas de las viviendas de la calle Benéfica Belén han añadido un espacio acristalado y cerrado que hace las veces de primera puerta al exterior. Dentro, se ven paraguas. Muchos paraguas. También carritos de la compra. No tantos como paraguas, pero casi uno por casa. Hay vecinos barriendo la calle ―es peatonal―, “aquí solo entran a limpiar los servicios públicos cuando se equivocan”, dice Juan Carlos.
Varios de los vecinos han hecho reforma en las viviendas, para adaptarlas a los nuevos tiempos. “El único elemento que no se puede tocar es la escalera, porque realmente la compartes con tu vecino de al lado. Las hicieron muy empinadas para conseguir altura”. También se mantiene la característica chimenea roja que salía desde la cocina y otra, más pequeña, de lo que llamaban salamandra: una estufa de hierro fundido que se ubicaba en el salón. Las ventanas del piso de arriba, de un tamaño llamativamente pequeño, están prácticamente pegadas al alero del tejado.
Más allá de esta calle, comienza una colonia que es la misma, pero no es igual. Su construcción se inició en 1949, al poco de que se inauguraran las casas levantadas por los trabajadores llegados de Baeza. En ella hay más de 200 viviendas divididas en al menos nueve modelos distintos. Con los tejados a dos aguas excepto en las esquinas, en donde caen a tres. La mayoría de las casas tiene un característico color amarillo y un enfoscado ocre que bordea la puerta y la base de las fachadas. Hay viviendas unifamiliares de dos plantas ―algunas con balcón―, viviendas unifamiliares de una o bloques de tres plantas con dos casas por piso.
En la calle Iduna, perpendicular a Cormorán, se cuentan hasta 11 cubos de basura de tamaño grande. Están cerrados con candados y amarrados a árboles. Son cubos de tamaño de comunidad de vecinos. “¡Y ahora hay pocos! Nos trajeron uno de cada tipo de residuo para cada casa, ¿cómo vamos a meterlos en el salón?”, se pregunta un vecino que explica que se pueden sacar a partir de las siete de la tarde y que todas las noches tienen que llevarlos hasta una calle que no sea peatonal por la que pase el camión de la basura. Muchas de las puertas están rodeadas de macetas. “Hay que ponerlas grandes, para que no se las lleven, que yo he visto a uno intentando llevarse un árbol. Era tan grande que daba pereza solo mirarlo. Le salía más rentable comprarlo que robarlo”, comenta con sorna el vecino.
De regreso a la casa de Marisa, surgen los inconvenientes de vivir en estas casas. “Tienen sus aqueles”, dice ella. “Tienen más de 70 años, no tienen cimientos, imagínate…”. Eso sí, nada comparado con el orgullo de vivir en una casa construida por las manos de la familia. “A veces, me vienen a contar la historia de la colonia y otras milongas y les digo oye, perdona, que esta casa la hizo mi abuelo”.
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