La colonia Ciudad Jardín del Norte tiene la calle perfecta para jugar
Las dos manzanas, en el distrito de Tetuán, mantienen la singularidad de su vía central: un espacio peatonal, propiedad de los vecinos y cuyo subsuelo está formado por pozos
“Tengo la casa hecha un desastre”.
Esa frase es un denominador común de la especie humana cuando alguien abre las puertas de su hogar a una visita inesperada.
Da igual que esté impoluta o que, efectivamente, sea una leonera. La frase se dice. Es el protocolo de lo cotidiano.
La casa de David (50 años, Lovaina, Bélgica) está muy ordenada, pero este ingeniero eléctrico que llegó a España por primera vez en 1998 sostiene lo contrario. No es solo que todo esté en su sitio, es que la organización se percibe también en la distribución de los espacios. “La casa estaba para tirar. Y la tiré, claro. Sin tocar la estructura. Mucho de lo que se ve ahora es material reciclado de la original. Con la madera del forjado del techo vestí la escalera e hice una mesa”, explica mientras muestra su casa.
―“¡Pero lo más importante es que la ha hecho él!”, añade una vecina que prefiere no dar su nombre, que tiene 76 años y que, cuando se le indica que está estupenda, contesta: “Estoy muy bien, sí, pero los tengo”.
―“Bueno… Yo me hice unos planos y subcontraté lo más gordo”, dice David con algo de apuro.
―“¡Menudo chollo que es David! Mi marido es manitas y arregla bien las cosas, pero una cosa es ser manitas y otra esto, esto ya es alto standing”, insiste ella.
David entró en su nuevo hogar en febrero de 2020. Pocos días antes de que se decretara el primer confinamiento. “Fue un poco a lo Indiana Jones, sujetando la gorra y cerrando la puerta detrás de mí”, recuerda. La vecina anónima es la tercera generación de una familia que lleva residiendo en la Colonia Ciudad Jardín del Norte y Cooperativa Benéfica desde 1929, año en el que finalizó la construcción de sus 30 casas originales.
Las dos manzanas están levantadas en pendiente y son las construcciones las que absorben gradualmente la diferencia de altura. El proyecto, diseñado en 1923, incluía tres tipos de parcela, cuya superficie rectangular oscilaba entre los 93 y los 126 metros cuadrados. Y hasta ocho tipos de vivienda, en función de su ubicación. Con sus tres dormitorios, su baño, su cocina, su salón y su patio interior. Con sus retranqueos a la calle, parciales o totales, de 2 a 4 metros. Sus muretes exteriores bajos en tonos claros con pilastras de ladrillo y verja. Con sus dinteles y sus jambas recercados en ladrillo.
La colonia, diseñada por el arquitecto Gabriel Pradal, que fue diputado socialista por Almería, nació con una clara ambición de regeneración social: “Queremos emanciparnos del casero, del tendero y hasta de una instrucción rutinaria y pueril, creando nuestra escuela con métodos de enseñanza modernos y desprovistos de todo lo enunciado anteriormente. Se precisa ―lo sabemos― para esto la mayor cohesión espiritual entre nosotros ―que hemos de crear y mantener―, procurando estrechar nuestras relaciones, de modo que podamos mostrarnos dignos de recoger los frutos del esfuerzo y, al propio tiempo, seamos el crisol en donde se miren y recoja el ejemplo esa enorme legión de trabajadores, hoy sumidos en la obscuridad de la ignorancia, para que así puedan caminar hacia un mundo mejor que los haga más felices, y a sus hijos les depare todo linaje de venturas y dichas, coordinado todo esto con el amor a la iniciativa, a la actividad y al trabajo”, rezaba el documento fundacional de la cooperativa, fechado el 1 de julio de 1929 y en el que, además, se añadía un detallado documento con la situación financiera del proyecto.
Poco queda ya de aquellas ideas plasmadas en aquel folleto. “Antes sí que se mantenía el espíritu de la cooperativa. Todo el mundo estaba unido. Pero la gente se fue muriendo, los herederos vendieron las casas…” explica la vecina, descendiente de una de las 30 familias que imaginaron esta colonia.
“Pero sí que hay una vecindad muy buena, con un excelente ambiente”, matiza David. Ambos tratan de liderar la recuperación del sentimiento unitario. De momento, han arrancado con la creación de un grupo de WhatsApp.
La colonia Ciudad Jardín del Norte, en el distrito de Tetuán, tiene varios aspectos singulares. Es pequeña ―ocupa dos manzanas y no todas las viviendas han sobrevivido hasta hoy― y tiene una calle propia ―la de Julián Zugazagoitia, de seis metros de ancho― que, en el subsuelo, guarda hasta tres fosos sépticos que en su día daban servicio a las viviendas.
Dos bolardos de piedra cierran el paso al tráfico rodado en los extremos de la calle. Una breve acera ―con capacidad para una persona― ocupa los laterales. En el medio, capas irregulares de hormigón. “Está solada, pero no asfaltada. Cuando vinieron a poner el asfalto tuvimos que avisarles de que era peligroso meter vehículos en la calle, ya que se podía hundir”, recuerda David. Esa situación genera algunas ventajas ―el hormigón se calienta menos que el asfalto―, pero también muestra alguna de las costuras: al tratarse de una calle propiedad de los vecinos, el mantenimiento y cuidado de los metros frente a sus viviendas dependen de cada uno de ellos. Y no todos los atienden igual.
“Como todos los humanos, queremos solo las ventajas y no los inconvenientes. ¿Quién quiere una calle? Poca gente. Es mucho más cómodo que vengan a limpiarla, a mantenerla… Pero claro, el hecho de que no pasen coches hace que sea mucho más tranquilo. Los vecinos pueden salir con sus sillas en las noches de verano. A mí, cuando vienen mis hijos, me permite sacar la mesa de ping-pong a la calle”, dice David.
Vista con la perspectiva del juego, para Julián Zugazagoitia es una calle perfecta. De unos 50 metros, flanqueada por muros bajos, una ligera inclinación y sin vehículos. “Pasábamos el día en la calle. Era genial. Jugábamos al pañuelo, al rescate, al balón prisionero. Al pico, que era un juego en el que lanzabas un objeto punzante que ibas clavando y robando trozos de terreno, porque esto antes era todo arena… A las tabas, ¡jugábamos a las tabas!”, recuerda la vecina.
La tarde avanza en la colonia. Sentado bajo una frondosa parra ―aquí las parras son poco menos que una norma y se transmiten de propietario en propietario―, en el patio delantero de su casa, está José (87 años, Guadalajara). Completa con calma un crucigrama. “Hace quince días no daba una”, dice. Un cable de doce metros que le ayuda a respirar le permite moverse con libertad por la casa y salir un poco a la calle. Tiene problemas en los pulmones y ha cogido dos veces “el covid ese que hay por ahí”. Lo lleva con buen humor: “son los primeros cien años, los segundos cien los llevaré mejor”. Fue “portalibros” en un almacén “cerca de aquí”. Llegó a la colonia “de rebote”. Cuida él mismo la parra. Su única queja es “que le han puesto un nombre muy complicado a la calle. Yo digo las primeras sílabas y luego ya que la busquen”.
Alba es profesora jubilada. Llegó hace 27 años a la colonia. De las escrituras, le llamó la atención que las casas que daban a la calle peatonal eran más baratas. “Que no pudieran pasar los coches se consideraba un inconveniente. Qué cosas…”. Sus dos hijos aprendieron a montar en bici en esta calle. Como tantos niños y niñas de la colonia. “Al estar ligeramente en cuesta, se sale muy bien con la bici”, explica. De la parra de su patio delantero nacen unos hermosos racimos de uvas. Tiene un limonero. También un madroño. Y un granado. Y un olivo. Y un laurel. Un pequeño vergel que suaviza las temperaturas. Riega las plantas con el agua que sobra de cocinar las verduras. Su gata Enas ―quiere decir “una” en griego―, “es cazadora, mantiene a raya a los extraños y hace guardias a pie de acera”.
En una de las esquinas inferiores de la calle, un edificio de tres plantas sustituyó hace tiempo a una de las viviendas originales. La memoria de esas aceras asegura que la señora que vivía en aquella vivienda se mudó al primer piso del edificio. Que se asomaba al balcón y les decía a sus vecinos que qué suerte estar ahí abajo. Que cómo lo echaba de menos. Tenía melancolía de las casas bajas de la colonia.
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