Hipótesis de la colonia Albéniz
La colonia Albéniz, construida entre los años 1931 y 1935, fue promovida por la Cooperativa de Casas Baratas del Montepío de Directores o Pianistas
Si hubiera que elegir una imagen que ejemplificara el gozo de leer, la de Rosario Gil (96 años, Sonseca, Toledo) sentada en el porche trasero de su casa sería una buena candidata. Rodeada de plantas, avanza con calma por las páginas de Mis años con Juan Pablo II, libro póstumo de Joaquín Navarro Valls, que fue portavoz de la Santa Sede durante más de dos décadas. “Es un libro muy interesante ―desde mi punto de vista, matiza―. Es que él estuvo en el Vaticano en la época de Juan Pablo II. Describe todos los viajes y todas las cosas políticas que en su día hizo, que fueron muy importantes, pero que luego nos sirvieron de nada, porque fíjate cómo está ahora el comunismo…”.
Rosario apoya el libro en un atril de mesa. A sus pies, descansa una caja de la confitería-pastelería Alguacil, de su pueblo natal. Llegó llena de mazapanes.
“En esta época del año este es el mejor sitio de la casa para leer. Suelo dedicarle un par de horas al día”, dice mientras cierra el libro.
Rosario llegó a Madrid en 1942. Lo hizo como interna a un colegio. El bachillerato, en su pueblo, no se le había dado muy bien. En la capital, la cosa fue mejor. Estudió Ciencias Naturales, especializándose en biología. Dio clase en colegios. Fue investigadora en el CSIC. Ya no suele leer mucho sobre ciencia.
Cuando su madre y su hermano se vinieron a vivir a Madrid, la familia se instaló en la colonia Albéniz. Era el año 1950.
La colonia Albéniz, construida entre los años 1931 y 1935, fue promovida por la Cooperativa de Casas Baratas del Montepío de Directores o Pianistas. Se proyectaron 138 viviendas unifamiliares de tres tipos. El tipo A dividía unos 140 metros cuadrados en dos plantas. En la primera había un vestíbulo, un comedor, despacho, cocina y baño; en la segunda, cuatro dormitorios y baño. El tipo B, de medidas similares, tenía en la planta alta un gran dormitorio y otros dos más pequeños. El tercer tipo eran viviendas de una planta, con 120 metros cuadrados y cuya principal característica era el amplio comedor.
Aquí, durante la Guerra Civil y en los años posteriores a la contienda, fueron viniendo nuevos vecinos. Varios de ellos compositores. Las calles llevan los nombres del maestro Chapí ―que destaca por su aportación a la zarzuela― o el maestro Quiroga ―que triunfó en la copla y el cuplé―, por ejemplo.
“Recuerdo ir en el autobús y coincidir con el maestro Casanova ―nombre artístico de José Rodríguez, quien compuso, entre otras cosas, las melodías de los informativos del NO-DO―, porque antes no era como ahora. Había muy pocas formas de ir al centro y todos tomábamos el autobús. De hecho, guardo con mucho cariño un dibujo que me hizo una compañera de la universidad. A cada una nos hacía algo representativo y a mí me pintó un ratoncito corriendo para no perder el autobús número 14. Ahora mi sobrina coge un taxi y listo”, dice Rosario, que comparte casa con una de sus sobrinas y tiene de vecina a otra, Marisa (62 años, Madrid), que dio “de casualidad” con el hotelito que actualmente habita junto a una hija. “Mi hermana escuchó desde la ventana que una vecina decía que se vendía esta y la de los Casanova. Y aquí nos vinimos”. Ahora, han tirado el muro que separaba ambas casas.
Si Iberia quisiera hacer una campaña de lo que se conoce como marca empleador y que al cambio significa que a la gente le apetezca trabajar en tu compañía, podría contratar a Tomi González (69 años, Valladolid). Con estudios en Francia e Inglaterra, la primera vez que vio una azafata en un aeropuerto supo lo que quería ser en la vida. En 1975 comenzó a trabajar para Iberia. “Con los uniformes de casquete”. Estuvo 38 años en la compañía. “Nuestra compañía”, dice varias veces durante la conversación. Enumera tipos de avión. Dice que fue muy feliz en su trabajo. Recita la casi interminable lista de países que visitó. “Casi todos excepto China”. Y asegura que no cambia ninguno de ellos por su casa en la colonia.
Junto a su marido Enrique Núñez (73 años, Madrid), abogado y periodista, relata su llegada a la colonia sentada en el jardín de su vivienda, frente a una variada y completa merienda ―canapés, almendras y patatas―, que ha servido Olga, empleada ucraniana que vive con ellos. “Mi tío era profesor en Francia, en La Sorbona, y quería comprar una casa rural y alquilarla. La compró en 1942 y se la alquiló a un costurero. En 1975 se fue el costurero y entramos nosotros. Os la alquilo… y ya nos quedamos para siempre”. Pagaban 25.000 pesetas de alquiler mensual. La compraron en 1982.
Para Enrique, la mudanza fue un gran contraste. “Vivíamos en Neptuno y a mí esto me parecía lejísimos. La gente venía de veraneo. O a sanar. Gente con problemas de pulmón, por ejemplo. Es que esto era vivir en el campo. Si hasta me acuerdo de ir a pescar al arroyo que había aquí al lado…”, dice mientras invita a hacer un ejercicio de imaginación a la inversa, citando y señalando edificios que no estaban cuando ellos llegaron a la colonia. Por resumir: prácticamente ninguno.
Su casa mantiene el color blanco y verde, así como la marquesina que asoma sobre la puerta de entrada y las venecianas originales. También la escalera que cruza el salón de cuyo techo cuelga una lámpara de cristal de la fábrica de La Granja que viene desde el origen de la vivienda. En la biblioteca descansan las obras completas de Galdós y un ejemplar del diccionario enciclopédico hispanoamericano de Montaner y Simón de 1890. “En Filomena pensé que si nos moríamos, menudo lío que le íbamos a dejar a nuestras hijas, y aproveché para hacer limpieza de libros”, explica Tomi mientras baja la voz. En el jardín hay camelias, hortensias, jazmín o un rosal.
Padres de dos hijas que viven en localidades cercanas a Madrid, consideran que la vida en la colonia ha ido cambiando con los años. “Antes había más vida de pueblo, era todo muy relajado. Como una burbuja. Te paseabas por la calle tranquilamente tomando el sol. Ha llegado otra generación que se comunica menos. La gente más mayor se va yendo y llegan otros perfiles. Estas son casas con muchos costes. Sin aerotermia, por ejemplo. Calentarlas cuesta mucho. Por eso la gente se va yendo, porque con la jubilación ya no les da”, explican.
En 1982, les ofrecieron 72.000 euros por la casa. “Nos dijeron que si la arreglábamos podíamos pedir incluso el doble”. Ahora, dicen, el precio se ha disparado hasta los 1,3 millones de euros en los que se vendió una casa recientemente. “Te viene gente a ver si quieres vender, te dejan mensajes en los buzones… Pero no viviríamos en ningún otro sitio. Era y es un paraíso en Madrid. Pero eso no lo digas, que si no, viene más gente”.
De vuelta a la calle, y aunque aún es de día, se encienden las farolas, réplicas de las originales. También quedan restos del adoquinado primigenio, que se distingue del nuevo ―más plano― por su irregularidad. Los alcorques de los árboles están en mitad de las aceras, fruto de la ampliación de estas. En la calle, aparcado, hay un Mini con matrícula de dos letras. Cien metros más allá, otro con matrícula de una sola letra.
Se oyen pájaros.
También risas desde el otro lado de un muro.
Si hubiera que explicar cómo ve alguien no nacido en la ciudad las colonias de Madrid, estaría bien hablar con James O´Neill, arquitecto australiano de 38 años. Las descubrió en 2010 de una forma muy española: “De camino a la compra, acompañando a mi suegra. Vi las calles, los árboles, los adoquines y pensé: si vivo en Madrid, será aquí”. Ya instalado en la ciudad con su mujer ―Marta Solorzano (36 años, Madrid), empleada en una multinacional―, se acercaba en bicicleta a visitar la casa que ahora habitan. Marta dice que la obligó a venir a verla. La compraron en junio de 2022. Una extensa maceta de obra con flores destaca sobre la fachada de gotelé. Han instalado recientemente placas solares. Hoy, tienen visita. Dos amigas de Marta charlan animadamente en el patio delantero.
― ¿Venís más a verla desde que está aquí?
― “¡Muchísimo más!”, asegura Marta.
― “Hombre, muchísimo más tampoco…”, ríen ellas.
James cuenta que le gusta que sus dos hijos salgan a jugar a la calle. Enseña fotos con los planos originales de su vivienda. Entiende la colonia como algo que perdurará: “Somos guardianes de esta casa por un tiempo, luego se la pasaremos a alguien y su historia continuará”.
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