30 años persiguiendo a violadores: “Los miro y me pregunto cómo han sido capaces de algo así”
La policía Mari Luz Carro ha participado en las investigaciones de agresores sexuales que han atormentado a Madrid, un puesto del que no ha querido moverse en tres décadas
La chica trata de buscar las llaves entre la nieve. En medio de la oscuridad solo puede palpar hasta que da con ellas mientras escucha el aliento de su violador a su lado. Han pasado 15 años, pero el relato se quedó grabado en el recuerdo de Mari Luz Carro —Maripi para los compañeros—, una policía que lleva 30 años escuchando a víctimas y mirando a la cara a sus agresores. Aquella mujer fue una de las atacadas por el Violador del Búho, un agresor sexual en serie que actuaba de noche y atacó a una veintena de mujeres entre 2001 y 2008 en municipios de Madrid. “Yo la escuchaba y pensaba: ‘Qué valiente’. Tenía que estar temblando al lado de un hombre que disfrutaba haciendo daño”, rememora la agente.
No es lo habitual que una agente permanezca durante tanto tiempo en el mismo puesto, pero ella nunca ha querido moverse de la Unidad de Atención a la Familia y a la Mujer (Ufam), donde se investigan casos en los que se atenta contra la libertad sexual. Es la más veterana de la unidad. No es fácil escuchar una y otra vez el relato de niños que han pasado por lo inimaginable, pero en el conocido como chalet —porque está en un edificio separado dentro del complejo de la jefatura de Policía Nacional de Madrid— no hacen otra cosa. Carro es el relato viviente de la cara más oscura del ser humano.
“La detención del Búho es una de las que más recuerdo. Un tío aparentemente normal, que después de tanto tiempo no se lo esperaba. Una persona que actuaba con una brutalidad extrema…”, señala. Esos momentos de la captura, después de cacerías que a veces se prolongaban años, aportan cierta satisfacción, aunque en la cabeza de la agente se repiten los testimonios de sus víctimas. “Yo no sentía odio cuando los pillábamos, más bien los miraba y me preguntaba que cómo podían haber sido capaces de hacer algo así, qué se les pasaba por la cabeza”, reflexiona la policía. Como si mirándoles a los ojos sintiera que iba a acercarse a entender la esencia del mal.
En los ojos del pederasta de Ciudad Lineal no encontró nada. Solo vacío. Ella, sin embargo, se emocionó cuando declaró en el juicio al recordar las palabras de una de las niñas abusadas por este depredador sexual de menores. “Le tomé declaración en el hospital, con sus padres, una niña con una memoria buenísima que dio unos detalles muy útiles. Se acordaba de las palabras que le había dicho, definió el pelo del hombre como marrón amarillo…”, recuerda. El criminal había engañado a la pequeña asegurándole que la llevaba con sus padres, pero era mentira: “No se me borrará la frase que repitió varias veces: ‘Pero mi mami no estaba ahí”.
Cuando empezó le daba vergüenza leer el parte nocturno a su superior por la mañana y tenía pudor al tomar algunas declaraciones. Todo eso quedó atrás. “Aquí ves de todo. Recuerdo un niño que no quería hablar si no le llevábamos a un bar a comer patatas, así que allí que nos fuimos con el padre. Otro estaba callado y negando con la cabeza y me dijo: ‘Hasta que no me pongas la lámpara no hablo”. Porque él había visto en las películas interrogatorios con un foco apuntando y él creía que era esa situación”, enumera entre su lista de anécdotas. Ella es una parte importante pero no se cansa de destacar que solo es eso, una parte, porque estas investigaciones complejas se nutren del trabajo de equipo.
La experiencia es la que le permitió en una ocasión detectar un patrón en una serie de denuncias. En muchas de ellas, las víctimas aseguraban haber sido agredidas sexualmente por dos individuos. La minuciosidad con la que se recogían le permitió relacionar estos relatos con los de otras víctimas que aseguraban que solo las había atacado un hombre. “Cuando actuaban en pareja, ellas describían que uno era muy pulcro y que el otro no, que tenía hasta las uñas negras”, explica. Al poco tiempo, empezaron a llegar denuncias en las que se hablaba de un solo atacante. “A mí la descripción hizo que se me saltaran las alarmas, porque correspondía con uno de los que actuaba en pareja”.
Los investigadores recogieron detalladamente las características y vestimenta de los perpetradores y llevaron a cabo vigilancias interminables por los portales de Madrid. Junto a ellos, los llamados zetas, los patrulleros, también estaban alerta. Fue precisamente uno de estos últimos el que vio a un hombre sospechoso porque llevaba la misma ropa que en una de las descripciones. Y tenía razón, era el hilo del que empezaron a tirar para sacarlos de la calle. “Eran dos amigos, uno vigilante de seguridad, el limpio, y el otro mecánico, el que tenía las manos sucias. Al principio siempre iban juntos, pero el mecánico se empezó a envalentonar y a actuar solo cuando su amigo tenía turno de noche”.
Un proceso largo
En sus inicios no se hablaba de violencia de género. “Pero existía igual, claro”, asevera. Y también existía un estigma que siguen tratando de erradicar: “Me da pena cuando las mujeres recalcan que no quieren que se entere nadie, porque en esos casos pasan por la experiencia sin el apoyo familiar. Recuerdo una en cuyo expediente teníamos anotado que la familia no se podía enterar, así que cuando llamábamos a su casa tenía que fingir que era una compañera de trabajo y en ningún momento decir que era policía”.
La agente se lamenta de la duda que pesa a veces sobre estas víctimas: “Es un proceso largo y complicado. Los análisis médicos, la toma de declaración, el juzgado… Tienes que ayudarlas para que sigan con el proceso muchas veces, yo les explico todo desde el principio”. En la mayoría de los casos en los que ha trabajado no hay testigos, a veces no cuentan con pruebas físicas ni grabaciones. “Por eso la declaración tiene que ser muy detallada, apuntar absolutamente todo. Es una mujer que se siente muy vulnerable y si ha vivido algo así hay que recoger y defender su relato”, especifica.
En su memoria quedan tres décadas de persecución de los criminales con menos escrúpulos en las calles de Madrid. “Es una sensación impresionante detenerlos porque piensas que no lo van a hacer más”, reflexiona echando la vista atrás. Sus compañeros seguirán con la tarea. A ella le toca jubilarse, pero muchos otros vendrán.
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