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Los 135 ‘hijos’ ucranios de los taxistas madrileños

Algunos conductores han acogido en sus casas a refugiados, después de un viaje de una caravana de 33 vehículos de alta capacidad hasta Polonia

Los 66 conductores que viajaron a Varsovia, en una imagen cedida por ellos.
Los 66 conductores que viajaron a Varsovia, en una imagen cedida por ellos.
Berta Ferrero

A Pablo Ucero no le importaría nada volver a coger su taxi y conducir hasta Varsovia (Polonia) a recoger más refugiados. Llegó a Madrid el jueves pasado después de seis días locos, y no para de pensar que una guerra como la de Ucrania podría pasar aquí y que hay que movilizarse. Actuar. Ser consciente. Ha medio adoptado a las tres ucranias que trajo hasta España. Ya son de la familia. Se preocupa por dónde están, si todo está correcto y si son, dentro de lo que cabe, medianamente felices en su nueva vida. Tiene 59 años, 22 de ellos ejerciendo como taxista, y jamás había vivido algo similar. Y eso que se fue a Galicia también a echar una mano tras la catástrofe del Prestige en 2002. Pero esto es diferente. Muy diferente.

“Son como mis hijas”, admite. Y eso que se trata de una señora de 62 años, su hija de 38 y su nieta de 15. Ayer mismo les llevaba un cargamento de regalos a su casa de acogida, que no es otra que la de Fernando, un compañero taxista, y Sole, su mujer. “Ellos tenían una casa grande y los hijos habían volado ya del nido”, explica. Por lo que cuida de ellas desde cerca. Compró zapatillas para las tres, chocolate, tabaco, un peluche... lo que se le ocurrió.

La historia de Ucero con estas refugiadas tuvo su origen en la Terminal 4 del aeropuerto Adolfo Suárez Barajas. Llegó a una de las paradas hace unos 10 días y no se hablaba de otra cosa. Cuatro compañeros sentados en la mesa de un bar decidieron poner una lista para ver quién se apuntaba de verdad. Si era de boquilla o había realmente gente dispuesta a echar una mano.

—No me mires, que me lías—, le soltó Pablo Ucero a Álvaro Álvarez, compañero de batallas.

—No, si te vas a liar tú solo—, le respondió Álvarez.

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Y los dos se liaron. Como lo hicieron otros 64 taxistas más, los justos para conducir 33 vehículos de alta capacidad (de nueve asientos) y que pudieran relevarse cada ciertas horas por el camino. Ucero y Álvarez se enredaron juntos. La aventura acababa de empezar para ellos en aquella hoja de papel.

Álvaro Álvarez y Pablo Ucero, en un autorretrato.
Álvaro Álvarez y Pablo Ucero, en un autorretrato.

Julio Sanz, el portavoz de la Federación del Taxi de Madrid, explica que antes de que la caravana encendiera motores decidieron organizarse. “No nos fuimos a lo loco”, insiste. Primero crearon Taxistas sin Fronteras, para recaudar fondos. Madrid cuenta 16.000 taxistas con licencia y entre 4.000 y 5.000 adicionales. Pusieron un número de cuenta y entre todo el que pudo, más familiares y amigos, llenaron una hucha que acabaría gastando 70.000 euros.

Después se reunieron con la Embajada de Ucrania en Madrid para preguntar qué materiales debían llevar a la frontera, con el Centro de Recepción de Refugiados de Pozuelo de Alarcón, para saber cómo debían actuar con la documentación de las personas que se vinieran a España, y con el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, para que estuvieran al tanto de la caravana de coches que iba a salir camino de la frontera con Ucrania para traer refugiados.

“En la Embajada nos dijeron que sobre todo necesitaban medicinas, comida y ropa de abrigo, así que cargamos los coches hasta arriba, con 20.000 kilos de material”, explica Sanz, que se encargó de seguir el itinerario desde Madrid y organizar cualquier eventualidad que pudiera surgir. “Se fueron tres compañeros de la Junta directiva de la Federación y los compañeros voluntarios. Y se hubieran apuntado más, pero tuvimos que cerrar la lista porque era lo más sensato”, añade el portavoz.

La caravana de taxis camino de Varsovia.
La caravana de taxis camino de Varsovia.

Pablo cuenta que salieron con nervios. No sabían lo que se iban a encontrar y cuando llegaron se les cayó el alma a los pies. “Estaban en un sitio tipo Ifema, un pabellón muy grande, y había muchísima gente tirada en suelo, niños llorando, mujeres, personas mayores y sobre todo estaban pasando mucho frío”, recuerda. Allí, además, no podían traerse a quien ellos quisieran. Habían quedado con las autoridades españolas que solo podían trasladar a personas con pasaporte en regla —”no lo soltaban, lo agarraban como si fuera oro”—, y que siguieran los criterios establecidos por el campo de refugiados. “Primero salen las madres con niños muy pequeños, los enfermos, los mayores...”, añade Sanz, el portavoz.

Sin querer comer

Así, 135 ucranios que habían huido de la guerra se subieron a los taxis en dirección a España junto a seis perros y seis gatos. “No querían ni comer porque se sentían mal, no querían que gastáramos dinero en ellos”, rememora Ucero. Pero les obligaron a hacerlo. “Se notaba que algunos improvisaban. No sabían ni adónde iban”.

El viaje fue largo, y duro, pero sirvió también para crear ciertos vínculos. Entre el traductor de Google y un inglés “chapurreado” se contaron su vida. Las tres mujeres, que prefieren no ser fotografiadas por este periódico, explicaron por fin todo lo que habían dejado y el miedo que tenían de no volver pronto a su país. “Es muy duro escucharlas”, insiste Ucero. Por lo pronto, ya tienen la documentación que acredita que son refugiadas de guerra y que pueden estar en España un año, ampliables hasta dos más. Y se han asentado en casa de Fernando, que ya avisó: “Se van a tener que ir en algún momento”. “¿Cuánto tiempo tienen?”, se preocupó Ucero. Y Fernando rió: “Hasta 30 años”.

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Sobre la firma

Berta Ferrero
Especializada en temas sociales en la sección de Madrid, hace especial hincapié en Educación o Medio Ambiente. Ha desarrollado la mayor parte de su carrera en EL PAÍS. Es licenciada en Periodismo por la Universidad Cardenal Herrera CEU (Valencia) y Máster de Periodismo de EL PAÍS.

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