Marinita Precaria, cronista generacional por accidente
Apenas sabía tocar la guitarra. Nunca había escrito canciones. Perdió el trabajo y le dio “la ventolera”. Solo unos meses después, su música sencilla está poniendo voz al desencanto milenial
El aburrimiento, como el diablo que mata moscas con el rabo, tiene sus peligros. El mismo día de junio de 2020 en que perdía su trabajo de arquitecta y diseñadora, como tantas otras víctimas colaterales de la pandemia, a Marina Gómez Marín se le ocurrió comprarse un pequeño teclado eléctrico para aliviar las largas horas de soledad y tedio en su habitación. De niña apenas había estudiado un par de años de guitarra clásica en una academia de Córdoba y jamás se le había pasado por la cabeza la idea descabellada de escribir canciones. Si acaso, anotaba en una libreta alguna frase simpática, cualquier ocurrencia nacida a pie de calle. Y pare usted de contar. Pero la vida, como buena guionista impredecible, te da sorpresas. A veces, agradables. Y la protagonista de esta historia ha llegado aquí para atestiguarlo.
Veinte meses después de aquella tarde de incertidumbres laborales, atonía vital y propósitos musicales difusos, Marina resulta ser una persona razonablemente feliz. La cita acontece el 4 de febrero, justo el día de su cumpleaños número 28, y esta cordobesa tan poco amiga de las efemérides se dice disfrutando por vez primera de una “fecha señalada”. Confluyen para ello varias circunstancias propicias. La primera, haber recuperado el empleo en el mismo estudio de arquitectura que hubo de rescindirle el contrato. La segunda, su reciente mudanza a este Lavapiés colorista y en ebullición que la sedujo nada más poner el pie en Madrid, y donde al fin ha encontrado un pisito para ella sola. Y la tercera y más insólita, disponer desde hace una semana de un disco de debut en las tiendas y plataformas; nueve canciones primerizas, cándidas, sencillas y encantadoras que ha agrupado bajo el título genérico de No me miréis.
Ha dejado atónitos a sus padres, ambos jubilados y hoy presidentes indiscutibles de su club de fans. “Se pasan el día pinchando mis canciones en Spotify y consultando las estadísticas de escuchas. A este paso tendré que contratarlos como community managers”, anota con esa sorna sureña que le aflora a cada rato, pese a la timidez. A sus mejores amigos, Álvaro y Víctor, les encanta saberse partícipes en el bautismo artístico como Marinita Precaria, una suerte de broma privada que acabó haciendo fortuna. Y a los compañeros de la oficina les entusiasma esta inesperada faceta artística de una diseñadora gráfica a la que tenían por reservada, pero que escribe sobre el miedo a la muerte (Letra de niña), las “resacas homicidas” (Espatifilo), los corazones que robó el desamor (Tú pa qué) o las teóricas bondades de la vida rural frente a esas metrópolis colosales que quitan “tiempo, aire, vida y dignidad” (Al campo). “Lo único que les he pedido a mis compis es que no pinchen el disco en la oficina”, anota Marinita, “porque me moriría de vergüenza. Bueno, y porque mis jefes no saben nada de esto… hasta ahora”.
Para no faltar a la verdad, Gómez Marín admite que el teclado sigue acumulando polvo en un rincón del cuarto, en vista de que lo maneja solo regular. Pero la autora de Breve momento de voluntad o Todos tristes no deja de agradecerle a la providencia que le diera aquella “ventolera” de escribir canciones, una actividad que no figuraba entre sus aspiraciones vitales. Siempre fue buena aficionada a la música, de esas que se enchufaban los auriculares nada más salir del portal. Adoraba compartir discman y los cedés de Avril Lavigne con Elena, su única hermana, cuando surgían desplazamientos familiares largos en coche. Pero tuvieron que llegar la soledad y el tedio pandémico para que descubriera y se descargase FL Studio, un editor elemental de sonido. De pronto se sintió “enganchada”, confiesa entre desconcertada y divertida: “Podría haberme dado, qué se yo, por la papiroflexia, pero en cambio me pasaba horas y más horas frente al ordenador. Y comenzaron a nacer las primeras canciones”.
Era solo un pasatiempo privado, la distracción de una joven ingeniosa, brillante, inquieta y con demasiado tiempo libre. Hasta que llegó la noche de la gran travesura. 20 de diciembre de 2020, víspera de viaje a Córdoba para pasar las navidades en familia. Marina mata las horas previas viendo en YouTube algunos vídeos del sello Elefant, en cuyo catálogo hay grupos que le agradan. En esas repara –deformación profesional– en el logotipo de la compañía, un tierno elefante sonrosado, y se siente representada en esa figura cándida y cordial. Así que busca un correo de contacto en la web y envía un par de canciones a ciegas, por si cuela. “Ya verás qué risa como me respondan”, se dice. A las ocho de la mañana siguiente recibe un correo del mismísimo director de la compañía, Luis Calvo: “Me gusta, Marinita. ¿Cuándo podemos hablar?”.
— ¿Qué cree que vieron en esas primeras maquetas de una artista sin trayectoria ni bagaje previo, de una perfecta desconocida?
— Mi baza son las canciones pegadizas y, sobre todo, sencillas, una característica que a veces se desprecia. Seguramente yo también tuve prejuicios al respecto cuando era adolescente. Pero cuando me vine a estudiar a la Rey Juan Carlos me compré mi primer vinilo, de La Buena Vida, y me dio fuerte con ese indie más naíf.
La comparan a menudo con bandas como Le Mans, Niza, Family o Single, y ella incluso añade el influjo clásico de Vainica Doble, Cecilia y hasta los poemas de Gloria Fuertes. Pero todo ello se adereza con esa “rabia, enfado y necesidad de protestar y sublevarse” que le inspira la vida precaria de los jóvenes, un adjetivo que persigue y atosiga a toda su generación: “Yo misma, que soy de talante optimista, vivo de alquiler en un zulo por el que pago más de la mitad de mis ingresos. Y de todos mis amigos y conocidos, solo tres tienen una situación algo más desahogada. Mi condición de portavoz generacional es, desgraciadamente, muy a mi pesar: precarios somos todos”.
Pero no estropeemos la magia del momento. Marina saborea la primera cerveza del fin de semana y el cumpleaños no le ha enturbiado ese buen humor que la embarga desde que se convirtió en Marinita Precaria. Sueña con repantingarse todo el sábado en el sofá y completar algunas canciones nuevas y sutilmente malévolas “sobre gente que se siente especial por ser desagradable”. Y sopesa, si las cosas siguen marchando bien, abrir las puertas a una compañera de piso. Una gata para la que incluso ya tiene pensado el nombre: Persianas.
“¿Sabes?”, admite para finalizar, casi como en una confesión pudorosa: “A veces miro desde fuera lo que le está sucediendo a Marinita y llego a la conclusión de que la suya es una historia inesperada y divertida. Y, de paso, ella me está ayudando a ser menos reservada y a mostrar mis vulnerabilidades. Es agotador pasarse la vida fingiendo que no te importa nada. Somos seres sensibles y nos influye todo un montón”.
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