Cuéntale al perro del juzgado lo que ha pasado en casa
La Comunidad de Madrid es la pionera en España en utilizar canes para que los menores de edad testifiquen más relajados. El servicio solo lo ha utilizado un 12% de los que han declarado desde 2014
Simón, por llamarle de alguna manera ficticia, entraba el pasado jueves 9 de diciembre en los juzgados de la calle de Albarracín de la capital con la cabeza gacha. Tímido, rubio, guapo y de nueve años. Fuera de ese edificio, Simón tiene la cara de un niño de vida apacible. Pero nada que ver. Se levantó temprano, cogió el metro y llegó a la Oficina de Asistencia a Víctimas del Delito (OAVD) de Madrid lleno de miedos porque le tocaba declarar contra su padre. Y no quería hacerlo. O no se atrevía. Su madre, que iba con él, lo contó poco después a los trabajadores judiciales. También es verdad que no estaba obligado. Pero el juez estimaba oportuno que relatara todo lo que había visto y oído en casa porque, sin querer, se había convertido en un testigo excepcional. Lo cierto es que Simón ha visto y oído de todo y no tiene o ha tenido una vida apacible. Y, a pesar de eso, y de no querer, Simón accedió a hablar gracias a una herramienta que la Comunidad de Madrid fue pionera en poner en marcha en España: la compañía durante toda su declaración de Eika, una labradora negra de nueve años que ejerce de psicóloga, de terapeuta y de seguro.
Desde que llegó hasta que salió, Simón no se separó de ella y acabó de responder, 20 minutos después, sin haberse dejado un detalle. Fue un éxito. Dentro de lo que cabe.
Los llaman Dogtor. Son los perros que acompañan a menores de edad de la Comunidad de Madrid en el duro trance de tener que declarar por un caso familiar de violencia de género. Hay tres dedicados a esa función, Eika, Kuba y Dakota, y son ya unos trabajadores más en las OAVD, los juzgados de Familia y los de lo Penal que hay repartidos en la región madrileña. Van cuando se les reclama —cada vez más— y aunque acaparan las miradas y las caricias de todo el que se cruza con ellos, cuando se ponen el mono de trabajo no hay quien los distraiga. Son asalariados, como quien dice, de Dogtor Animal, una empresa profesionalizada que lleva trabajando 12 años con 12 perros y nueve profesionales con el título de psicólogos o de adiestradores de canes de intervención que ayudan en terapias con niños con dificultades sensoriales, con problemas neurológicos, en exclusión social, con personas mayores en residencias de ancianos o víctimas de violencia de género.
En los juzgados, sin embargo, solo llevan en activo desde 2014, cuando la Comunidad de Madrid accedió a poner en marcha un programa piloto cuyo contrato va a renovar ahora porque ya se empiezan a ver los efectos ansiolíticos de este servicio que han probado 500 menores en esos siete años, entre el 10% y el 12% de los que han tenido que declarar. Está costando que se extienda porque la justicia y sus profesionales es rígida. Pero, poco a poco, y sobre todo desde el año pasado, su labor se ha popularizado más. De hecho, en Galicia se puso marcha en 2019 con un proyecto de la Fundación María José Jove.
“Cuando al niño le ofrecimos hacerlo con un perro a su lado dijo que sí”, cuenta sobre Simón la directora general de todas las OAVD, María Jesús Juárez.
El sistema es sencillo: el juez tiene que acceder a que el can acompañe a un niño en lo que se denomina una prueba preconstitutuida, es decir, la que existe antes de la apertura de un proceso judicial. La ley del menor protege al niño para que no tenga que pasar por el sistema rígido y frío de un juicio y por eso se le toma declaración antes, en una de las 13 salas Gesell de Madrid, las reservadas para los más vulnerables, principalmente menores que declaran ante un psicólogo mientras son observados, al otro lado de un espejo, por el magistrado, los abogados de ambos partes, el fiscal y un trabajador social. Si tiene un perro al lado es que, previamente, la familia ha rellenado un formulario que entrega a la OAVD para que certifique que al niño le gustan los animales, se siente cómodo con ellos y no tiene algún tipo de alergia. El juez, en todo caso, es el que en última instancia da el visto bueno para que el dogtor se ponga el mono de trabajo.
Y cuando lo hacen, no dejan indiferente a nadie. “Ha sido alucinante”. Así de tajante lo resumió una jueza cuando salió, en marzo pasado, de la sala Gesell de Albarracín. Al otro lado del cristal había visto cómo una niña de 10 años no conseguía articular palabra. Se bloqueó, como muchos otros se bloquean cuando tienen que contar cómo su padre ha levantado la mano en casa y de qué manera lo había hecho. El silencio se hizo en la sala hasta que la psicóloga infantil encargada de realizar las preguntas previamente pactadas por las partes y el juez le propuso que se lo contara tal y como ella quisiera a Kuba, una labradora marrón de seis años. La niña respiró, se tomó unos segundos y levantó la oreja del animal. Sin mirar a nadie más relató con pelos y señales cada palabra que había oído y cada golpe que había presenciado. Todo.
Luis Guzmán, un trabajador social que también se encontraba aquel día presente, confirma que casos así pasan bastante a menudo y “no se te olvidan”. “Fue una situación horrorosa. Su padre había empleado una fuerza excesiva con la madre. Normalmente, los niños suelen ser testigos y muchas veces los padres piensan que por ser menores no se dan cuenta, pero los niños de cinco o seis años ya son conscientes y te lo relatan todo perfectamente”.
A veces, simplemente, necesitan una ayuda extra. Y sentirse seguros a la hora de hacerlo.
La correa y la magia
Eso es lo que se encontró Simón cuando entró en los Juzgados. La timidez se rompió en el momento en el que se encontró con la perra. Vanessa Carral y Saskia Van Liempt, directora y trabajadora de Dogtor Animal, estaban en la entrada de la oficina esperándole. Nada más verle, le ofrecieron la correa de Eika y Simón ya no la soltó hasta al final. “En ese momento empieza la magia. Se convierten en un tándem”, explica Carral. Antes de entrar a la sala, perro y niño pasan un tiempo juntos, juegan, hacen ejercicios de habilidades con el animal y cuando las endorfinas ya empiezan a hacerse visibles, entran a declarar.
Simón, concretamente, tuvo a Eika pegado a su pierna durante los 20 minutos que duró la declaración y, mientras relataba todo lo que había visto en casa, no dejó de acariciarla.
Carral, especializada en psicología clínica, sanitaria y educativa, explica que en realidad lo que pasa dentro de esa sala tiene poco que ver con la magia y mucho con la ciencia. Se basa en diferentes estudios de investigación, uno a punto de publicarse por la Universidad de Lisboa, que prueban cómo un animal de asistencia provoca que a nivel fisiológico “se reduzcan los indicadores de estrés, baje la tensión arterial, el ritmo cardíaco y ayude a que los menores puedan estar más proactivos en la testificación o al menos emocionalmente más positivos”.
La teoría está ahí, aunque la práctica, en el sistema judicial, avanza de manera lenta, pese a que ya está más que demostrado la importancia de estos animales en la búsqueda de explosivos, en la de personas tras una catástrofe, la de cadáveres o en la ayuda a personas vulnerables como ancianos o víctimas de violencia.
El origen de Dogtor Animal está relacionado, aunque parezca extraño, con la teoría de la psicogeografía, una propuesta que defiende que el entorno y las formas del ambiente geográfico tienen su influencia en las emociones y los comportamientos de las personas. Carral se dio cuenta en 2008 de que algo no funcionaba en la relación de los menores con la justicia cuando trabajaba como psicóloga de emergencias con la Policía Nacional. El ambiente que se encontraban los niños que acudían a una comisaría le dio que pensar. “Entraban en una espiral que emocionalmente era un reto y conductual y físicamente también”, recuerda.
Los menores se enfrentaban a una de las experiencias más difíciles de su vida en un espacio frío, tenso, desagradable. “No estaba preparado para hacer que esa vivencia no fuera traumática y los menores salían de allí y necesitaban terapia”, asegura.
Cuando dejó aquel trabajo, Carral se fue una temporada a Australia y a EE UU y acabó obnubilada por CourtHouse Dogs Foundation, la asociación estadounidense que se fundó en 2012 con la que, entre otras funciones, los perros empezaron a entrar en los juicios para ayudar a los niños a relajarse. Y quiso trasladarlo a España.
Ansiedad antes de declarar
“Muchos niños tienen ansiedad anticipatoria, es decir, que el hecho de pensar que tienen que ir a declarar les dificulta su calidad de vida en casa incluso en lo conductual o lo emocional. Hemos tenido peques que incluso dejaban de dormir, o de comer, incluso se autolesionaban y no querían declarar”, explica la psicóloga.
Así que lo primero que hizo fue intentar convencer al entonces Defensor del Menor de la Comunidad de Madrid, Arturo Canalda, que se mostró a favor del proyecto, aunque no puso muchas esperanzas en que el sistema judicial madrileño contemplara el trabajo con animales.
Pero se topó con la casualidad. “De una manera fortuita nos encontramos con la directora general de justicia de entonces [Beatriz Grande], que le encantaban los perros”, narra. Ella estuvo abierta a recibir el proyecto y por fin, en 2014, Salvador Victoria, el consejero de Justicia de aquel año, dio el pistoletazo de salida para que empezara a andar el servicio de los animales.
“Cuando Vanessa lo presenta a la Consejería estaba armado y basado en las actuaciones que se hacían en EE UU, y todo lo que aportaba nos parecía necesario”, admite Juárez. Como directora general de todas las Oficinas de Víctimas del Delito cree firmemente en la teoría de la calidez de los espacios. Por esto tiene decorada la sala Gesell con un sofá, sillas y mesa de madera, colores infantiles y juguetes donados para los más pequeños.
Y por eso también inauguró el pasado octubre una sala infantil para que las mujeres que acuden a declarar con sus hijos puedan dejarlos jugando con un trabajador social durante el tiempo necesario. No es baladí. Este año han pasado por sus oficinas 902 víctimas de violencia de género mayores de edad y 106 menores, según los datos recabados hasta el 25 de octubre. Más que las 825 personas de 2020.
Por eso, en parte, Juárez es una clara convencida de los efectos positivos de los perros en sede judicial. “Veíamos que necesitábamos un recurso adicional para dar el último empujón a los menores”, reconoce. Solo falta, asegura, que los jueces se animen a demandarlo más.
Los perros que aparecen por allí, como Kuba o Eika, están previamente seleccionados y adiestrados. “Tienen que ser animales equilibrados para equilibrar a personas. Y lo que queremos es favorecer ese efecto ansiolítico”, explica Carral.
Cuando Simón salió de la sala Gesell, después de desgranar cada detalle de aquello que el día anterior no quería contar, se puso un rato más a jugar con el animal. Entraba así en la tercera fase del día, la que los expertos llaman “cerrar al menor emocionalmente”. “Es importante que no se vayan con la emoción abierta”, explica Carral. De nuevo, Eika hizo de las suyas. Levantó la pata, se escondió, mostró cómo respondía a las órdenes con estoicidad y se hizo un retrato con Simón, que se fue sin tanta tensión y deseando volver a verla. Ojalá no sea necesario. Pero si la necesita, allí la encontrará para ayudarle.
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