Lo bello es lo viejo
Un paseo por ciertas zonas de Madrid suscita una pregunta: ¿por qué cuanto más nuevo más feo?


Llevas años transitando por ese lugar anodino, gris, sin alma, y de repente descubres con asombro que no hace tanto tiempo hubo allí cosas mucho más interesantes. Pasaron algunos lustros de mi vida en Santiago de Compostela antes de que un libro de fotografías antiguas me revelase que en el sitio de aquel hotel con pretensiones de anacrónico castillo medieval, plantado en el corazón de la ciudad, hubo una hermosa casa señorial del siglo XVIII. La estulticia disfrazada de progreso demolió en 1913 lo que había sido el Pazo da Inquisición. Su memoria se reduce hoy a una fotografía amarillenta.
Que la entrada a la estación del metro de Gran Vía tuvo un templete de Antonio Palacios lo supe por el Madrid de Andrés Trapiello. Esas fotos de construcciones perdidas, como viejos fantasmas ocupando un espacio que nos resulta familiar y extraño a la vez, siempre me han fascinado. Poco después de verlo en el libro de Trapiello me enteré de que Metro Madrid iba a reconstruir el templete, derribado por otra estulticia más reciente, en 1970. Me pareció una idea estupenda.
Ahora tengo que pasar por allí muy a menudo y, aunque lo aprecio, no deja de transmitirme ese aire melancólico de las viejas estrellas de cine obsesionadas por camuflar los surcos de la edad. La reconstrucción es fiel, no puedo decir que no me guste. Solo que me resulta postizo, de cartón piedra, como si fuera una de esas imitaciones de grandes monumentos que siluetean los hoteles de Las Vegas. Las copias siempre desprenden tristeza, y el pasado, por mucho empeño que pongamos, nunca se puede recuperar.
En varias zonas de Madrid donde se mezclan lo viejo y lo nuevo me suele asaltar una pregunta: ¿por qué cuanto más nuevo más feo? En Chamberí, por ejemplo, me encantan el hierro de sus galerías y de sus balcones en los edificios burgueses o el ladrillo rojo en los que un día fueron más populares. Hasta encuentro elegantes los añosos depósitos del Canal, sobre todo desde que le han puesto al lado ese engendro de campo de golf con el que algunos se llenaron los bolsillos. Cada vez que la arquitectura del barrio avanza de época es como si perdiese brillo, hasta acabar en los horrores de aluminio y cristal de los edificios de oficinas de las últimas décadas.
Puede que todo sea algo subjetivo, un prejuicio, el producto de esa arraigada noción que prestigia ciertas cosas solo por el hecho de ser viejas. Al fin y al cabo a muchos parisienses les horrorizaba la torre Eiffel cuando se levantó. Tal vez dentro de mucho tiempo a la gente le cautiven los edificios de los años setenta tan insípidos para mí y los turistas se arremolinen para hacerse fotos ante el reconstruido templete de Gran Vía. Entretanto yo no puedo evitar contemplarlo como un vano intento de encerrar el tiempo en una botella.
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