De Arguineguin a Madrid, ruta de supervivientes
Muchos de quienes consiguieron hace un año llegar por la ruta marítima más mortífera recaban en la región
—¡Qué frío hace en Madrid!
Lydie llega con guantes. Es una de esas primeras tardes con menos de 15 grados en la ciudad. Nada exagerado para lo que suele venir más adelante, pero en ella, nacida en Costa de Marfil hace 33 años, se justifica la tiritona. Hace menos de un año vio los estragos de la borrasca Filomena por televisión desde Tánger. Ahora espera poder ver la llegada de la nieve, quizá, ya viviendo a la madrileña.
Sucedió, sin más. Se le ofreció la oportunidad y, en mayo se subió a una barca. Llegó a Algeciras como podía haber llegado a cualquier otra parte. De hecho, ella pensaba que estaba en las islas Canarias. Demasiadas huidas en su vida. En 2002 y tras el intento de golpe de estado que iniciaría la llamada “primera guerra civil” de su país, asesinaron a su padre delante de ella. Tenía 13 años. Dey François, que así se llamaba su progenitor, trabajaba para el gobierno de Laurent Gbagbo.
Cuando lo cuenta durante un recorrido por el Madrid más chulapo, a Lydie se le pierde la mirada hacia el fondo de la calle de Toledo. Era ya huérfana de madre, y gracias a la Cruz Roja, escapó a Malí junto con sus hermanas. Cuatro años después, adolescente y embarazada, volvió a casa en 2006. Empezó su propio periplo de persecución política, que le llevó a sufrir un accidente durante una manifestación y a un hospital con la nariz y varias costillas rotas. Decidió escapar, de nuevo. Pasó por varios países hasta llegar a Marruecos y, hace seis meses, a Madrid.
Lydie es toda fuerza y optimismo, “yo quiero trabajar mucho y ser feliz”, repite. La sonrisa enmudece al hablar de su hija Desirée, de 15 años. Sabe que no está bien cuidada allá donde vive, no puede hablar con ella a menudo por falta de acceso a línea telefónica e internet. Eso le desespera. “Quiero traerla, necesito traerla”, se dice.
Estos días se cumple un año del pico de miles de llegadas que colapsó en 2020 el muelle de Arguineguín en Las Palmas. El archipiélago canario es una de las principales y más mortíferas vías de entrada irregular a Europa. De las 32.713 personas que entraron por las costas españolas hasta el 31 de octubre, 16.827 lo hicieron por Canarias, según el Ministerio del Interior. Varios cientos de ellas han recabado en Madrid. No es posible tener cifras oficiales, ya que el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones prefiere no darlas por su volatilidad.
Una de esas personas es Abdulaye, senegalés de 26 años natural de Casamance. Llegó el 7 de noviembre de 2020 a Tenerife como polizón, escondido al lado del motor de la patera. Muestra en su móvil un vídeo con fotografías del rescate, a las que les ha puesto música de su país. “La letra habla de nosotros, los jóvenes. De por qué nos arriesgamos a morir en el mar, del miedo que tenemos, pero que sabemos que en Senegal no tenemos futuro”, explica.
La responsabilidad de Abdulaye
Es el mayor de seis hermanos y hermanas de madre, aunque por parte de padre son 17, sumando la descendencia de sus varias esposas. Abdulaye se siente responsable de ellos y, aunque habla poco con su familia por teléfono (tardó cinco meses desde que se fue de casa en contactar con su madre), cuando lo consigue le preguntan cuándo y cómo les va a ayudar. Esto, asegura, le genera ansiedad y varios disgustos con el que es su protector en Madrid, Javier Baeza. El joven prefiere irse a la plaza Elíptica, un punto caliente de la contratación irregular, a intentar sacarse unos euros pintando casas o cargando cajas, antes que a las clases de español que el sacerdote le ha buscado.
”No estoy enfadado con él”, matiza Baeza. “Si yo les entiendo. Los jóvenes migrantes acaban igual de contaminados que los jóvenes que no migran: el consumo y el capital nos hacen poner por delante muchas cosas antes que la formación, por ejemplo”, se lamenta. “Cuando hay dinero todo se nubla”. Sabe de lo que habla, tras décadas ayudando a personas que llegan de otros países.
Abdulaye remite, impaciente, a conocidos suyos que llegaron más o menos en las mismas fechas que él y que están trabajando en el campo. “Senegal está a cero”, explica en su habitación en Moratalaz, con el español en evolución que aprende en las clases, cuando asiste. Los datos le dan la razón: el 38,5% de la población vive con menos de dos dólares al día.
La situación no es tan grave en Kenitra y Guelmim, ciudades marroquíes de donde son nativos Hassan, (21 años), Khalib (40) y Mounir (32), aunque cuentan que en su país no hay trabajo. Llegaron en septiembre a Las Palmas y continuaron a Madrid. Pasan los días por la calle de San Bernardo, y descansan frente a la célebre iglesia de Nuestra Señora de Montserrat, fundada por Felipe IV en el siglo XVII, precisamente para acoger a quienes huían de insurrecciones en otros territorios. Madrid tiene estos guiños.
Cita en Nochebuena
Casi invisibles a los viandantes, los tres hombres dejan transcurrir las horas muertas en las inmediaciones del albergue de la Cruz Roja que les hospeda, viste y alimenta. Ninguno tiene familia. Aseguran haber estado cerca de dos años trabajando en la construcción para pagar los 3.000 euros que costó cada plaza en el barco. Tienen cita en la policía el 24 de diciembre, en Nochebuena, para tramitar sus papeles. Inshallah, rezan. El paseo se interrumpe cuando una voluntaria de la organización les recuerda que deberían estar en la clase de español a la que están apuntados.
Mamadou también está aprendiendo el idioma. Cada día se anima más con el castellano, ya lo usa casi tanto como el bambara. Nació en Mauritania, aunque su familia es de Gao, en Malí. Su madre, Astan, de 35 años, insiste en que la comida española no le gusta mucho, aunque él no parece estar muy de acuerdo. La escucha concentrado en el colacao y el bizcocho de chocolate. Llegó a España junto a su madre y sus hermanos Ibrahim, de 17 años, y Abdulai, de 7, a finales de noviembre del año pasado. En pocos días cumplirán 12 meses esperando el asilo político, tras el golpe de estado de agosto de 2020 en la capital maliense, Bamako. En la barca él era el único bebé. Tenía un año.
Es uno de los bebés de la ruta canaria con suerte. Su madre no quiere recordar el viaje de varios días, ni sabe nombrar la isla a la que llegó. Los rescató Salvamento Marítimo en alta mar. Hoy duermen en un equipamiento <de Cruz Roja en Carabanchel Alto. Los dos mayores están escolarizados. “España es un buen sitio para crecer y aprender”, dice su madre.
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