Jorge Moreno, el inventor milenial de la ‘big band’ folclórica
Un trombonista de Leganés de 33 años estrena ‘De osas y gatos’, una gran suite jazzística con melodías ancestrales de los pueblos de Madrid
“¿De verdad existe música tradicional en la Comunidad de Madrid, más allá del chotis?”. El compositor y trombonista Jorge Moreno lleva cerca de un año escuchando esta pregunta y respondiéndola siempre con un sí rotundo. Pero como la música se demuestra sonando, al final ha optado por componer una gran partitura para big band de jazz en la que todos sus ingredientes melódicos y rítmicos provienen de hasta una docena de ancestrales piezas folclóricas recogidas por toda la región, desde La Cabrera a Villamanta, Pinto o San Sebastián de los Reyes. De osas y gatos, que así se titula esta obra de cuño novísimo y genética ancestral, vive su estreno absoluto este sábado en el Teatro José Monleón de Leganés y pasará por los estudios de grabación en los próximos meses.
Moreno es leganense ―o, más bien, pepinero orgulloso―, reside ahora en San Cristóbal de los Ángeles y sus 33 años de vida le han dado para hacer tantas cosas como otros a la edad de jubilación. Cursó trombón clásico hasta completar el grado profesional en el conservatorio, obtuvo la doble licenciatura de Periodismo y Comunicación Audiovisual por la Carlos III y asumió la corresponsalía de la agencia Efe en el cinturón sur (Leganés, Getafe, Fuenlabrada) mientras publicaba sus primeros poemarios y relatos breves. Más tarde retomó su faceta melómana en las aulas de la Escuela de Música Creativa (ECM). No disponía de ahorros para pagar la matrícula, pero el centro decidió premiar su excelencia becándolo durante cuatro cursos consecutivos. Es entrenador profesional de balonmano en el GetaSur y seleccionador infantil femenino de balonmano playa, una pasión heredada de sus padres. Ah, y durante el confinamiento, atribulado por la reducción drástica de su actividad física e intelectual, se puso a escribir una primera novela, Alone together, de la que ya ha corregido su tercera versión, “a la espera solo de engatusar a alguna editorial”.
– ¿Y todavía le quedan horas para dormir?
– Cinco o así. En el mejor de los días, seis.
Se reconoce “un poquito hiperactivo”, pero no lo puede reprimir. Las ganas de aprender y curiosear siempre pesan más en la balanza que la dosificación con su agenda. “Soy un polígamo del conocimiento, me cuesta dejar de aprender y profundizar en lo que me interesa”, se sonríe. Y, ya entrados en la faena de la autoparodia, admite: “Solo me ha faltado interesarme por alguna profesión con la que, a diferencia de la música, la literatura o el periodismo, no esté abocado al fracaso económico. Ya podía haberme llamado la atención ser broker de bolsa o inversor en bitcoins. Pero no me quejo, vivo de lo que me apasiona, aunque sea con menos dinero…”.
Le gusta pensar que existe gracias a la música. Literalmente. Su abuelo paterno, Prudencio Moreno, era un militar de aviación que permaneció fiel a la República durante la Guerra Civil y fue sometido a un consejo de guerra sumarísimo nada más concluir la contienda. Tenía todas las papeletas para ser condenado a muerte, como casi todos los juzgados en aquella misma sesión, pero unas monjas de Alhambra (Ciudad Real) acudieron a testificar en su favor. Insistieron en que don Prudencio era un hombre “bueno y católico” que había amenizado muchas verbenas de aquel pueblo gracias a su colección de discos de pizarra. “Era un dj de los años veinte y treinta”, resume Jorge, conmovido. De no ser por aquella pirueta del destino, ni su padre, Pedro Moreno, ni él mismo habrían nacido nunca.
En su insaciable búsqueda de estímulos, nuestro infatigable protagonista supo de las becas a la creación que concede la Comunidad de Madrid, las mismas que uno de sus profesores en la ECM, Luis Verde, había obtenido para dar forma a su banda La Resistencia Jazz Ensemble. Moreno vio llegado el momento de plasmar sobre el papel una idea que le rondaba desde tiempo atrás, la de hermanar sus dos grandes pasiones musicales. “Mi cerebro piensa en clave jazzística, pero lo que mi padre siempre ponía en casa era folk. Yo he crecido con los discos del Nuevo Mester de Juglaría, La Musgaña y La Bruja Gata sonando en el salón”.
Fue el primer haz de luz, el punto a partir del que aplicarse a fondo con su verbo favorito: indagar. Le resultaba inconcebible que Agapito Marazuela hubiese documentado centenares de piezas tradicionales segovianas y Madrid pareciera un páramo en materia de esas músicas que nos legaron nuestros tatarabuelos. “Y no es así. El cancionero de García Matos, en 1951, recoge material interesantísimo, el mismo en el que han trabajado bandas como Ursaria o Arrabel. Lo fui cotejando todo con grabaciones que se conservan en la Biblioteca Nacional y no daba crédito. Los mayos de El Molar o Paredes de Buitrago son un prodigio, igual que las seguidillas de la zona sur. Pero la metrópoli ejerce como un polo magnético demasiado poderoso. Está muy bien eso de que Madrid es España y quiera mirarse en el espejo de París o Nueva York, pero nos acompleja asimilar nuestros orígenes. Le hemos dado la espalda a la música que palpita bajo nuestro suelo”.
Los hallazgos recopilados por Moreno se reinventan en De osas y gatos a lo largo de 36 minutos prodigiosos, articulados como una suite de cuatro movimientos que evocan las cuatro estaciones, desde el invierno hasta el otoño. El albogue, una rarísima gaita serrana construida con cuerno de vaca, abre y cierra la obra con un villancico de La Cabrera. El carnaval, ese periodo desinhibido en que podemos transfigurarnos en otros y repudiar nuestro confortable yo cotidiano, está representado por el pueblo de Barajas.
Un extraordinario solo de contrabajo sugiere hacia el minuto 20 la fatiga estival de la siega a pleno sol, como los cantos de trabajo de Camarma de Esteruelas o Pozuelo del Rey. Pero quizá el material más pintoresco provenga de los otoñales bailes a tres de Valdemaqueda y Las Herreras, antiquísimos retos danzarines por los que los mozos de los pueblos tentaban a las mujeres que se encontraban en vísperas de contraer matrimonio. “Eran una manera de alardear, un gesto entre gallardo y chulesco”, explica Jorge. Las sartenes, percusión tradicional donde las haya, repiquetean en ese pasaje, igual que antes han hecho las panderetas o los panderos cuadrados.
Hasta 19 músicos intervienen en Foedus, esta big band de, llamémoslo así, jazz folclórico (¿estaremos descubriendo un nuevo género musical?) que celebra su ensayo general a primera hora de la mañana en un recóndito local de la calle Isabelita Usera. Nadie podría sospechar, entre fruterías de barrio y cafeterías especializadas en buñuelos de bacalao, que la flor y nata de la juventud jazzística madrileña ha encontrado ahí su cuartel general. Pero todo es posible, en especial si este compositor, trombonista, reportero, novelista, poeta y entrenador ―entre otras ocupaciones― se encarga de organizar el cotarro. “Es verdad que durante el montaje de la obra me han salido las primeras canas en la barba, pero las doy por bien empleadas”, concluye entre risas.
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