Loeches desentraña cuatro siglos de secretos de su monasterio
Las monjas dominicas de clausura fueron desde 1640 las únicas moradoras. Los turistas podrán pronto adentrarse por su claustro, huertos, celdas y hasta una cripta
Los goznes de la puerta principal rechinan con un gemido perezoso, pero se conservan en buen estado. Sobre todo si se tiene en cuenta que llevan 381 años custodiando el acceso del monasterio de la Inmaculada Concepción, en Loeches, una joya arquitectónica y un pedacito de la historia de España al que muy pocos han tenido acceso. Solo unos cuantos cientos de monjas, algunas visitas puntuales y un número indeterminado de milicianos republicanos han recorrido patios, estancias y corredores de este edificio, en el que las dominicas vivieron siempre en régimen de estricta clausura. Pero los secretos, certezas y leyendas que anidan en sus recovecos van a empezar a ver la luz, aunque sea casi cuatro siglos después de que las primeras moradoras buscaran allí el sosiego del espíritu. La firma de un convenio entre el Ayuntamiento del municipio, el obispado de Alcalá y la Fundación San Martín de Porres, que en la actualidad se encuentra al cuidado de las instalaciones, abrirá este otoño la monumental construcción a los ojos de turistas y estudiosos.
El “convento grande”, como siempre le dijeron los loechenses, es un colosal edificio barroco concebido por el albaceteño Alonso Carbonell, el mismo arquitecto que diseñó el Casón del Buen Retiro. Lo fundó en 1640 el Conde Duque de Olivares, el todopoderoso valido de Felipe IV, que creyó ver en la alcarria de Loeches un remanso de paz a 32 kilómetros de la corte, una distancia manejable para la época. La buena fama de las aguas locales, a las que se atribuían propiedades curativas para enfermedades cutáneas y venéreas, acabó por persuadirle sobre la pertinencia de unas obras que remataría uno de sus más distinguidos sobrinos, Don Luis de Haro y Guzmán. Pero la clausura rigurosa ha convertido este inmueble, durante centurias, en una joya ignota hasta en su comarca.
Ni siquiera la declaración como Bien de Interés Cultural (BIC), en 1980, propició la curiosidad en torno al monasterio, puesto que sus muros seguían siendo por entonces infranqueables. Y solo algunos viejitos de esta localidad de 8.900 habitantes pueden recordar hoy que las dominicas, allá por la década de los cincuenta, mantenían trato con las vaquerías o impartían clases desde el patio oeste a los niños más desfavorecidos del pueblo.
Lo que las imponentes puertas barrocas han venido escondiendo durante todas estas centurias es un edificio sobrio y desprovisto por completo de oropeles, pero apasionante para indagar en la mentalidad de unas mujeres que practicaron un ascetismo radical hasta 2012, año de partida de las últimas monjas. Casi lo más deslumbrante en toda la visita es una cenefa de azulejos de Talavera de la Reina, maravillosamente bien conservada, que recorre la práctica totalidad de habitaciones en la planta baja. Incluso en algún alféizar perviven esas mismas baldosas esmaltadas con dibujos de flor de la patata, idéntico modelo al que se encuentra en la basílica talaverana de la Virgen del Prado.
El cicerone particular de hoy se llama Julio Jara, un locuaz y muy heterodoxo artista de 59 años, criado en el valle toledano del Tiétar. Dominico seglar y hombre en permanente contacto con los excluidos sociales —lo que le brindó el reciente Premio al Artista Comprometido de la Fundación Carasso—, Jara es uno de los cinco integrantes de la Fundación San Martín de Porres que han fijado su residencia en el edificio. Habita sus estancias desde las semanas más crudas de la pandemia y aún ahora se sigue encontrando esquinazos o pasadizos en los que cuesta mucho reparar. También ha descubierto los primeros metros de una galería subterránea, en la actualidad impracticable, que según la leyenda conduciría hasta el vecino municipio de Velilla de San Antonio.
Humilde capilla
Julio va guiando por los espacios comunes de la planta baja. La capilla se antoja muy humilde, pero sus nada virtuosas pinturas de las pechinas son originales del siglo XVII en estilo veronés. En el comedor donde se congregaban las hermanas ha encontrado magníficos platos de cerámica y una preciosa colección de ánforas verdes. Pero la joya indiscutible es, aun en su austeridad, el claustro central, decorado por todo el perímetro con los cofres originales en los que las novicias guardaban la dote cuando ingresaban en el convento para ya no volver a pisar la calle nunca más.
El patio central se abrió ya al público el pasado mes de julio para acoger varios espectáculos del ciclo regional Clásicos en Verano, pero a partir de ahora se multiplicarán las posibilidades de este espacio en eventos culturales. El técnico municipal de Turismo, Víctor Gómez, no disimula su entusiasmo al respecto. “Podríamos incluso programar clásicos de corrala en la planta superior”, refiere, apuntando hacia ese primer piso en el que se contabilizan 60 minúsculas habitaciones o celdas. “Acabamos de firmar un contrato de arrendamiento para ubicar las dependencias de Turismo y diversas aulas de formación en el interior del edificio, y eso es solo un primer paso”. Como el monasterio hoy engrosa el inmenso patrimonio inmobiliario del Ducado de Alba, será promocionado como destino turístico entre las visitas al Palacio de Liria, en plena calle de la Princesa de la capital.
Jara apura el paso y el verbo, porque aún queda mucho que recorrer. Las tres grandes terrazas al aire libre todavía requerirán de grandes esfuerzos para que recuperen su esplendor. Las cuatro capillas que las jalonaban, adosadas al muro perimetral del edificio, se encuentran en estado ruinoso, y del antiguo estanque central con peces de colores, flanqueado por cipreses, solo queda el hueco. Pero este seglar anda inmerso en la aventura de reconvertir el jardín central, que él ha rebautizado con el sugerente nombre de Los Impropios, en un gran huerto donde dar empleo a personas desfavorecidas y promover el comercio de proximidad.
Los descubrimientos se vuelven más truculentos cuando uno se adentra por los sótanos. En uno de ellos acaba apareciendo la cripta de aspecto humildísimo, casi industrial, que durante el último siglo hizo las veces de cementerio. Hay en ella un gran osario lateral y 28 tumbas dispuestas geométricamente en el suelo para el descanso eterno de las fallecidas. No hay lápidas, ni inscripciones, ni nada. “Las hermanas solo eran enterradas, simple y literalmente. Y sí, en alguna ocasión me he encontrado huesos que asomaban a la superficie”, admite Julio Jara. A poca distancia, el desasosiego en el subsuelo se reproduce al encontrarse con la galería habilitada como polvorín por los milicianos republicanos que utilizaron el monasterio como refugio durante la Guerra Civil. Al finalizar la confrontación y restituir el edificio a sus usos religiosos, algún simpatizante del bando vencedor grabó a cuchillo, en una de las paredes, las palabras “Franco, Franco, Franco. Arriba España”.
Tras estos paréntesis tenebrosos, el esplendor del edificio se recupera a lo largo de su lateral más noble, el que colinda con la iglesia de la Asunción de Nuestra Señora. Los confesionarios de las monjas, de hecho, comunican con ella a través de unas portezuelas para recibir la absolución de los sacerdotes, ya que ni siquiera a los religiosos se les permitía acceder al convento. La iglesia sí que se abre al culto con regularidad, y además alberga desde 1909 el célebre panteón de los Duques de Alba. Allí fueron a parar en 2014 la mitad de las cenizas de Cayetana Fitz-James Stuart, uno de los más asiduos personajes de la prensa del corazón. Quién sabe ahora si las dominicas la incluían en sus oraciones diarias.
Dos delirantes ‘museos’ domésticos
Al artista Julio Jara le divierte explicar que el de la Inmaculada Concepción es “el único monasterio español que alberga en su interior dos museos de lo cotidiano”. Él los ha bautizado como Museo de la Limpieza y Museo de la Carpintería, fueron creados por la misma hermana de clausura a principios de los años ochenta y son dos extravagancias tan manifiestas que cualquiera podría atribuirlas a una mente obtusa, aunque Jara cree ver “una enorme intuición artística, además de su evidente sentido del humor”. El primero, emplazado en las primigenias colmenas, consiste en una disposición geométrica y simbólica de envases de Cristasol, la versión hebrea (¿en alusión al Antiguo Testamento?) de Don Limpio, lejía, Azul Brasso, pistolas de Ajax, cajas matacucarachas y tubos de dentífrico. El segundo no es mucho más convencional: una buhardilla en cuyas paredes la mujer fue disponiendo una especie de collage con tornillos, ganchos, alambres, pomos, argollas, pinzas de hierro, piezas de maderas… y hasta una taza del inodoro. “El concepto”, insiste Julio, “es fascinante, porque parte de la teatralización de las cosas. Esa mujer quiso otorgar una vida distinta, la de la contemplación, a elementos cotidianos muy humildes que habrían sido desechados en cualquier otro lugar”.
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