La modista del barrio
Con una sonrisa me señala una foto colgada en la pared, de su hijo, y me dice que todos tenemos una historia que contar
Hoy viernes, mientras se publica este artículo, yo estaré en una boda con un vestido de raso de color rosa palo que he tenido que estrechar un poco porque se lo he cogido a mi madre. Ya había ido a un par de sitios del barrio, pero no quedé entusiasmada con el resultado, así que tiré del boca a boca y pregunté a mi vecina si conocía a alguien que me lo pudiera hacer.
Dio la casualidad de que justo ese día estaba la abuela de visita y me recomendó a una amiga suya, Rosa. “Ya no se dedica, pero ha sido modista toda su vida y tiene unas manos divinas pa’ coser, hablo con Ella y te lo hace que esa tela es muy delicá”. Al día siguiente me da el teléfono de Rosa, su amiga. Y tal cual me lo da, la llamo, que me corre prisa.
Rosa tiene una voz agradable, se aprecia que ha debido de tratar con mucha gente a lo largo de su vida, es muy carismática. Me explica que fue modista y hace ya unos años que se jubiló. ¡Porque yo quise! Que mis jefes querían que me quedara. Y wasá de ese no me mandes, que yo con esos cacharros no me aclaro”.
Me da la dirección de su casa, vive a dos pasos de la mía. Pienso que en más de una ocasión me he debido cruzar con ella, tengo curiosidad. Si es amiga de la madre de mi vecina ya debe tener cierta edad, vive en un bajo. Me abre la puerta del portal sin preguntar, me sorprende, no sé si vive sola.
Llamo a la puerta de su casa y para no abrumarla me apoyo contra la pared para darle cierta distancia y que se sienta segura. Rosa abre la puerta, es menuda y dicharachera, es simpática, pero se la ve que tiene un carácter que no es pa’ toserle. Me dice “pasa”, y a la vez me detiene nada más cruzar la puerta, entonces me alcanza dos bolsas de plástico para que me los ponga en los pies. No me extraña, tiene la casa como los chorros del oro.
“Tengo la casa como los chorros del oro”, me dice.
Me río por dentro.
Me pregunta si quiero un café, le digo que no, insiste y por no hacerle el feo le digo que sí, pero que si no le importa mejor un té, que café no tomo. Tiene una sonrisa muy cálida, ojalá pudiera verla sin mascarilla.
Me prueba el vestido y comienza una danza de alfileres girando a mi alrededor. Ayer fui a recoger el vestido y me ha invitado a que vuelva un día a su casa a tomar un té. Ya casi en la puerta me señala la foto de un joven colgada en la pared. Me aclara que era su hijo. Y con media sonrisa me dice que todos tenemos una historia que contar.
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