María José Llergo, la niña aplicada y valiente que solo quería cantar
La flamenca cordobesa, vecina de Madrid desde 2019, hace bandera de su arte mestizo ante 1.800 espectadores en el Botánico
Hay días que no se olvidan nunca porque nos marcan la vida para siempre. La cantaora María José Llergo, 27 años cumplidos en abril, aún recuerda hasta el último detalle de aquella tarde de angustia y canícula en el salón de su casa de Pozoblanco (Córdoba), inclinadas ella y su madre sobre la pantalla del ordenador mientras consultaban todas las carreras disponibles para el ingreso a la universidad. La chiquilla, siempre tan aplicada, había sacado muy buena nota en las pruebas de acceso y podía optar casi a cualquier facultad. Pero, por mucho que el ratón recorría arriba y abajo aquella relación casi infinita, ninguna le acababa de convencer.
—¿Pero te vas a decidir de una vez, muchacha?—, suspiró, desesperada, la madre.
—Si lo tengo todo mirao y remirao. Pero en ese listado tan grande no está lo que yo quiero. Y tú lo sabes…. Era la primera vez que daba a entender en voz alta lo que, en el interior de su corazón, era un grito ensordecedor desde hacía mucho tiempo. “Había cursado 10 años de violín, pero yo solo sabía que quería cantar, pero no tenía ni idea de cómo, dónde o cuándo”, recuerda ahora. “Y aquella tarde, cuando lo verbalicé, el anhelo pasó de ser algo abstracto para convertirse en un hecho consumado. Si hubiese relegado el canto a una mera afición, me habría olvidado de ser yo misma”.
Cuando lo verbalicé, el anhelo pasó de ser algo abstracto para convertirse en un hecho consumado. Si hubiese relegado el canto a una mera afición, me habría olvidado de ser yo misma
Son casi las tres de la tarde en el jardín botánico de la Complutense y la Llergo, minuciosa y exigente como pocas, acaba de dar por finalizada la prueba de sonido mucho después de lo que marcaban las previsiones. Quizá por eso se sienta “tranquila” y “en paz”. Siete horas más tarde la esperan cerca de 1.800 espectadores en el festival Noches del Botánico, una de las citas más importantes que aborda en una carrera aún breve, pero definitivamente fulgurante. Sus padres no podrán esta vez darse un saltito desde el pueblo para verla. Al día siguiente trabajan los dos. Y qué felicidad que así sea. “Mi madre aún estaba en paro cuando les dije que iba a cantar, sí o sí”, recuerda María con un temblor en la voz. “Ella pensaba que era un capricho, que ya se me pasaría. Pero no. Yo solo quería cantar, escribir, ver el mundo de una manera poética. Era un sueño inalcanzable para una familia muy humilde”. El padre, electricista en un hospital desde siempre, resopló cuando llegó a casa y supo de las intenciones de la niña. Pero no la contradijo. Solo advirtió, solemne: “Vamos a tener que hacer un gran esfuerzo”.
La niña se pasó un año buscando becas por escuelas y conservatorios de toda la península. Llamó a las puertas del Musikene donostiarra, probó en Oporto y en Madrid, siempre sin éxito. Hasta que en Barcelona le dijeron que sí. Hizo las maletas acongojada, pero inmensamente feliz. Ella necesita el aliento del pueblo, de la tierra, de la familia. De ese abuelo, José Sánchez Muñoz, que le transmitió en incontables tardes las esencias del cante flamenco. “Es el hombre más sabio que he conocido nunca”, resume. Necesita hasta a Loba, su perrita, porque parece mentira que en un cuerpito tan pequeñajo pueda caber tanto amor. Pero la música era más importante que tantas otras cosas tan importantes, así que partió.
—¿De qué raza es Loba, por cierto?
—¡Uy, ni se sabe! Es una mezcla de a saber cuántas cosas. Como yo.
A María José le horrorizan las purezas, los puretas, el puritanismo. “La pureza verdadera está en la mezcla porque lo único puro es el alma. El cuerpo solo sirve de envoltorio, así que es lo de menos”, resume con un aplomo insólito. Su opinión sobre aquellos que solo se preocupan por las banderas y recelan de los foráneos, de cuantos llegaron de otras culturas o geografías, ya se la pueden imaginar. “Me dan mucha pena y sus ideas acaban suponiendo un retroceso para todos”.
Ella se siente cómoda y bien acogida en Madrid, la ciudad que la abraza desde hace ya dos veranos. Pero incluso en estas calles, en teoría tan propicias para la integración, ha tenido que escuchar “muchas tonterías”. De esas, sí, que acaban definiendo “la boca de la que salen” y no la persona a la que pretenden dirigirse. “Que si los andaluces no trabajamos, que si no pagamos impuestos. Y que a ver si aprendemos a hablar bien”. Cuesta creerlo, pero es así. Esas cosas aún se escuchan. ¿Muchas veces? A juzgar por el gesto de hastío de Llergo, angelical siempre en voz y maneras, diríamos que sí.
María José desembarcó en la capital en julio de 2019, persuadida definitivamente de que aquí estaba el “cotarro”; de que los grandes acontecimientos, para el flamenco y para la vida, se cocían por estas latitudes. Elena, pozoalbense como ella y su mejor amiga desde siempre, le brindó cobijo en su piso de Guzmán el Bueno mientras ella se desesperaba buscando en las webs de alquiler. El 25 de julio, bajo un sol impenitente, pudo al fin mudarse a un apartamento por Cuatro Caminos. Era muy poca cosa, pero le permitió descubrir la Dehesa de la Villa, por la que ha paseado hasta el infinito. “Siempre escuchando música, escribiendo letras, muriéndome de envidia con los perretes de los demás. Y observando mucho, pero mucho, a la gente. Cuanto más diversa, mejor. Me encanta imaginarme sus vidas, igual que me gusta indagar en las historias de los pueblos”.
—¿Y dónde conserva todas esas letras que se le vienen a la cabeza?
— En las notas de voz del móvil, pero también en las notas de texto. Hace algunos años perdí un teléfono con cientos de ellas, y sin copia de seguridad. Fue un soponcio. Ahora pago 9,99 euros al mes por un almacenamiento gigantesco en la nube. No quiero que me vuelva a pasar.
Porque María José Llergo, tan joven y ya tan grande, ha visitado con cuentagotas el estudio de grabación. Bajo su firma solo podemos encontrar por ahora un minielepé precioso y en vinilo blanco, Sanación, y varios singles desperdigados por las plataformas, pero poco más. “Yo aún no he desarrollado ni el 1 por ciento de la obra que espero hacer”, se sincera. “No quiero dejar de crear y compartir, de darles a los demás lo que merece la pena que conozcan de mí. Confío en seguir trayendo música hermosa al mundo y defendiendo a quienes lo necesiten. Y espero morir viejita, sin haberle hecho daño a nadie. Habiendo aprendido de mis errores, que son diarios. Y, por supuesto, sin dejar de cantar”.
Toca regresar a casa, donde le espera un pollo en salsa que ella misma se dejó preparado la noche anterior. Luego, siesta, descanso y muchos nervios, “casi pánico”, justo antes de pisar el escenario. Son esos momentos en que el cuerpo reacciona ante el vértigo de la responsabilidad y la multitud, esos instantes en que entrarían ganas de encontrar una puerta por la que salir huyendo. María José lo expresa en voz alta, pero nunca lo hará. Porque sabe que en su cuerpo moreno y profundamente mestizo late el corazón de una mujer valiente. Y porque recordar aquella tarde en Pozoblanco en que consiguió explicarle a su madre que solo anhelaba cantar y cantar, por encima de todas las cosas, le seguirá dando fuerzas hasta el último de sus días.
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