Desahucio sin jaleo ni lágrimas en Vallecas
Un matrimonio y sus cuatro hijos pequeños, acogidos temporalmente por el Samur Social tras salir de su piso forzados por los fallos judiciales a favor de los propietarios, que les había doblado el precio del alquiler
Hay veces en que uno se aferra a la esperanza de la impuntualidad como un clavo ardiendo. Pero no ha sido esta la ocasión. Rachid El Yagoubi, de 50 años, y su familia tienen por si acaso todo casi listo para irse este viernes de la casa en la que han vivido desde 2014. Poco después de las nueve y media de la mañana, la hora fijada, están todos delante del edificio dispuestos cada uno a realizar su trabajo. La pareja de policías municipales, los cerrajeros ucranianos, la procuradora en representación de la sociedad propietaria del inmueble, los dos miembros de la comisión judicial y dos trabajadoras del Samur Social. Los desahucios tienen su ritual. En ocasiones hay jaleo, pero este es tranquilo y fácil. Casi anodino.
“¿Qué tal la mujer? ¿Ya ha dado a luz?”, pregunta a modo de saludo uno de los agentes al tiempo que da su número de identificación para que conste en la documentación que rellenan delante del portal el gestor y el agente judicial que acuden representando al juez y al secretario judicial. Los policías están al tanto de que hace un mes ya se intentó desahuciar a esta familia, justo el día que Fatima Meknassi, de 30 años, se puso de parto. Hoy, 21 de mayo, Amir celebra en brazos de su madre el primer mes de vida ajeno, a diferencia de sus tres hermanos mayores, a la salida definitiva de la vivienda.
Como cada mañana, a las 8.30 los tres ―de 10, 6 y 3 años― salen hacia la escuela. Escalera abajo, tras un repaso rápido con el peine, la madre para la expedición. Hay un olvido. La pastilla del mediano. “Sufre ansiedad”, comenta mientras se la administra al niño volando en la cocina antes de retomar el camino del colegio. Los tres saben que ya no van a volver más. El padre, con un contrato temporal de seis meses, llega a su propio desahucio sin dormir tras su turno de noche de 12 horas como vigilante. Aparece casi a la misma hora que los policías y la comisión judicial. Su mujer lo hace minutos después con el bebé en el carrito tras dejar a los niños en clase. Un puñado de vecinos empieza a sospechar en la calle que algo ocurre y se interesan. Todo transcurre sin altercados ni discusiones en este barrio vallecano de Entrevías.
Los 40 metros del piso, comido por la humedad y de paredes mugrientas, no son suficientes para todos los que forman parte de la comitiva. Se unen, además dos personas de la asociación Provivienda, que ha estado arropando a la familia estos meses de litigios judiciales. En el descansillo hay un breve intercambio de palabras entre el inquilino saliente y la procuradora que representa a los propietarios. “Llevo pagando cuatro años”, trata de defender El Yagoubi con tono dócil y asumiendo su marcha. “No voy a discutir. Hoy es el día del lanzamiento”, zanja ella firme.
Finalmente acuerdan darle una hora de plazo para sacar lo que queda en el interior. Pero él no tiene donde meter sus pertenencias. Baja al bazar chino del barrio a por unas cuantos sacos de rafia en los que guarda algo de ropa. La bolsa de plástico en la que va parte de la vajilla se cae nada más sacarla del piso. El sonido a platos rotos es inconfundible. Los miembros de la comisión judicial tuercen la cara en un gesto de pena e impotencia. No es este el momento más agradable de su trabajo y deciden ayudar a bajar los bultos a la calle. Los dos agentes de policía, conscientes también de que no hay ambiente de trifulca, alternan su presencia en el desahucio con un mercadillo irregular instalado en una plaza aledaña.
El Yagoubi ha alquilado un trastero de dos metros cuadrados que ya tiene ocupado. Dentro de la vivienda se quedan las camas, las bicicletas de los niños, algunos muebles y electrodomésticos… Lo último que rescatan es algo de ropa del tendedero y el marco que preside el salón con las fotos de boda. Los miembros de la comisión judicial, conciliadores, preguntan a la procuradora si sería posible que el inquilino regresara pasados unos días a recoger las pertenencias que no puede retirar. Ella, tras consultar con los propietarios, acepta pero siempre que acuda la policía. El Yagoubi se muestra agotado y no expresa especial interés por regresar pese a todo lo que deja atrás. “Que quede ahí recogido que abandona todo lo que deja dentro”, exige la procuradora a los miembros de la comisión judicial en un intento de evitar futuros líos.
El Yagoubi ha tratado de retrasar su salida del piso desde que hace cuatro años los propietarios no quisieron renovarle el contrato de alquiler. Él cuenta que la condición que le pusieron para que siguiera fue pagar 750 euros al mes en vez de los 400 que habían acordado en 2014. Durante todo este tiempo ha seguido pagando esa cantidad aunque ya no hubiera contrato que le vinculara a la casa. La Justicia no entiende siempre de vulnerabilidad familiar. Por eso el Ayuntamiento ha mandado esta mañana un equipo del Samur Social, que ha abierto la puerta a que los seis miembros de la familia pasen los próximos días en la Unidad de Estancias Breves de Hermanos Álvarez Quintero. Es solo una solución por tiempo limitado y de emergencia. La familia lleva semanas tratando de alquilar un piso, pero chocan con la negativa de un mercado que desconfía del extranjero. El desahucio se ha llevado a cabo pese a la prórroga anunciada hasta agosto por el Gobierno de Pedro Sánchez para que personas vulnerables no sean sacadas de sus viviendas durante la pandemia.
Pese a todo, el matrimonio mantiene la calma en todo momento. Ni media lágrima se derrama más allá de las que brotan del ocasional llanto de Amir. En medio del follón, hacen incluso gala del profundo sentimiento de acogida marroquí. Mientras uno de los cerrajeros ucranianos intercambia el bombín de la puerta, El Yagoubi trata de cumplir con la ceremonia de la bienvenida en forma de té. Pero la casa acaba de dejar de ser la suya. “Vamos ya para afuera”, apremia la representante del propietario.
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