Las siete vidas del ‘drag’
Estos cuatro transformistas vivían en un mundo que no les comprendía, hasta que descubrieron un movimiento que les permite ser quienes realmente son
La peluca rubia peinada a lo Amy Winehouse de una mujer de metro ochenta se abre paso entre las decenas de cabezas anodinas de un vagón del metro un sábado por la tarde. Debajo, capas de maquillaje de todos los colores, exageradas sobre los ojos y en la boca de muñeca, brillantina en las mejillas y en el cuello, un vestidito corto de lentejuelas que deja al descubierto un escote imposible pintado a mano con el talento de un maquillador profesional. El cuadro final es tan extravagante que incluso los más tímidos no pueden evitar mirar de reojo, y los menos sueltan algún “guau” inevitable. Ella parece encantada con toda esa atención. Sonríe abiertamente, muestra sus brackets. Se baja en la estación de Chueca y sube las escaleras hacia el exterior, tambaleándose sobre unas botas de tacón de aguja. En la calle de Hortaleza no cabe un alfiler, algunos hombres la paran y la saludan. Ella contesta a todos, coquetea con descaro. En la puerta del bar Vuélvete loca se toma unos segundos para sobreponerse, coge aire y espera a que el portero le abra la puerta. Es Brenda Star.
Solo cuatro horas antes esta estrella era Giovanny (el nombre es ficticio para proteger su identidad), delante del espejo de su habitación con Miley Cyrus quemando el Spotify. El chico que acaba de cumplir 22 años va desapareciendo con cada brocha de maquillaje. “Vivir del drag es mi sueño y sabía que en España la libertad era mayor”, explica, mientras extiende una capa de pintura que transforma su cara infantil y risueña en un lienzo. Giovanny huyó de Brasil hace dos años por su orientación sexual y solicitó asilo en España. “Mi familia no acepta que sea gay o que me vista de drag, son muy de iglesia. Ser drag queen es la peor pesadilla para ellos y también para mí, porque es peligroso ser travesti en Brasil”, insiste.
“La gente no entiende que el drag no es un hombre que se viste de mujer, es una expresión artística”, defiende con determinación, mientras dibuja sus nuevas facciones: los pómulos, la barbilla, las cejas. El gigante latinoamericano, donde hasta su presidente Jair Bolsonaro se ha declarado un “homófobo orgulloso”, lidera el récord de muertes violentas de personas LGTBQ+. Nada menos que 184 fueron asesinadas solo en 2020, según un informe de la Asociación Nacional de Travestis y Transexuales (Antra), que señaló que Brasil superó el año pasado a Estados Unidos y a México en crímenes contra el colectivo.
Giovanny aprendió a ser Brenda en una ciudad a las afueras de Río de Janeiro. “Allí había solo una discoteca gay para todos. Yo repartía chupitos, hacía de relaciones públicas”. También iba a la universidad y para pagarse las clases trabajaba en un supermercado. Cuando sus jefes se enteraron de lo que hacía por las noches, le echaron sin contemplaciones. “En febrero los hombres se visten de mujer y las mujeres se visten de hombres. Es un mes extraño, llega marzo y con él, los homófobos”, recuerda mientras se coloca las lentillas azul eléctrico que ha elegido para el show de esta tarde. “Cuando me despidieron, me di cuenta de que necesitaba cambiar de vida para trabajar en lo que me gusta y que la gente no me juzgue por eso. Dejé la discoteca, cogí tres trabajos, pedí dinero prestado y me planté en Madrid”.
Tras conseguir la tarjeta roja —el documento que permite residir legalmente una vez que la petición de asilo ha sido admitida a trámite―, llegó la pandemia y el confinamiento. Y la soledad absoluta, la tristeza, la depresión. Pero estaba Brenda. “Ella tiene más coraje, cuando soy Brenda me atrevo a todo. Brenda mejora todo lo que me gusta hacer, lo potencia. Me siento intocable, si tú me insultas yo voy por ti. Estoy en paz cuando me ha tratado la doctora Brenda”. Lo dice mientras pega sus cejas con cola escolar, dibuja unas nuevas cinco centímetros más arriba y saca la paleta de colores estridentes. “Cuando relajaron las medidas comencé a hacer algún show en las discotecas de Chueca y fue increíble. En Brasil veía vídeos de las mismas travestis con las que trabajo ahora, que admiraba como si fueran estrellas de cine”. Busca la peluca adecuada entre las diez que tiene ―”Créeme, son pocas”― y se rocía bien de laca. Brenda Star está lista y, aunque aún no camina sobre el escenario, la performance ha comenzado. La timidez y la inocencia han desaparecido, Giovanny ahora se mueve como una diva.
Marcus Massalami, el único ‘drag king’ de Madrid
Un hombre se apoya sobre la barra de un bar y todo el mundo le mira. Arrolladora, una cascada de pelo liso le cuelga hasta la cintura y enmarca un rostro de facciones cuadradas, simétricas, perfectas. Las cejas pobladas sobre unos ojos bicolor, el bigote y la barba bien cuidada, parece un Jared Leto en su versión más atractiva. La camisa la lleva abierta para mostrar un abundante vello que se enreda en las letras King doradas que cuelgan de uno de sus collares. Mira a los ojos con chulería y sonríe solo con la mitad de la boca. Pega largos tragos a una Mahou sin abandonar nunca la sensual pose. Algunas chicas se acercan, otras piden a las que le rodean que por favor se lo presenten. Él es Marcus Massalami y tiene un objetivo: “Producir una confusión en el deseo”, explica.
En las distancias cortas esa fachada de masculinidad comienza a desmontarse. La sombra de ojos de fantasía (morada roja y negra) y los labios fucsias cobran otro significado. Empiezan a notarse. La camisa se abre un poco más y muestra unos pequeños pechos con los pezones censurados con cinta negra adhesiva en forma de cruz cristiana. La sonrisa desvergonzada de Massalami se alarga y se convierte en la de Melisa Meseguer, enfermera de 30 años, que agradece los cumplidos con simpatía. La llaman “increíble, especial, maravilla, única”. Sobre todo, única. Porque Massalami es el único drag king de Madrid y uno de los pocos en activo de España.
Un drag king es una persona que se transforma para encarnar estereotipos asociados al género masculino. El mundo king es menos visible que el queen, es más complejo. Massalami también tarda tres horas en maquillarse, pero no para suavizar facciones, sino para marcarlas (toma como referencia la foto de un “modelo italiano guapísimo”). No se quita pelo como ellas, lo añade: pinta con acuarelas y pincel cada uno de los pelos de las cejas, la barba y el bigote, y pega lana marrón en el pecho. El toque final es la peluca de pelo corto siempre despeinado, que no fija para poder quitársela en el momento álgido del show cuando también se abre la camisa de un tirón. De macho ultra sexualizado (baila, canta y se desplaza por el escenario, centrando todo el movimiento en su pelvis y su gran pene de goma) a mostrar un torso delicado y menudo, pelazo largo y pechos.
“Soy súper activista en mis shows: soy una tía, estoy haciendo esto y me vas a ver. Voy a deconstruir la masculinidad en tu cara y encima te vas a reír”. Así empezaron las drag queens, reivindicando los roles de género, hasta que su gran popularidad modificó ese objetivo. “Ahora lo que hacen ellas es más mainstream, nada underground, no tiene tanta carga activista como el drag king, que está muy unido a la lucha feminista, aunque todas seguimos intentando desdibujar lo masculino y lo femenino”.
Melisa vivió una infancia solitaria, marcada por un problema de audición que exageraba aún más su introversión. No encajaba en ningún estándar, no sabía cómo comprenderse y nadie sabía cómo ayudarla. “Yo siempre he estado cabalgando entre lo masculino y lo femenino, en tierra de nadie. Nunca me he casado con ningún estereotipo. Siempre me han gustado cosas de las dos casillas. Iba fluyendo, lo que era fatal para relacionarme”, recuerda. Fue gracias a una asignatura de la carrera de enfermería para aprender a hablar en público, cuando pudo colocar la primera pieza del puzzle.
Ella quería ser actriz. Con 25 años se mudó de Xàtiva (Valencia) a Madrid para intentarlo. La segunda pieza la colocó cuando le dieron el papel principal de chico en una obra de teatro clásico. “Con toda mi parte masculina desbloqueada, también entendí la construcción de lo femenino”, explica. Y el puzle completo comenzó a adivinarse. “Cuando el cuerpo conoce algo, la cabeza comienza también a entender. Es mágico”. Melisa empezó a investigar cómo está construido lo femenino y lo masculino en la sociedad y lo aplicó a su propia vida. “Cambié muchas cosas aparentemente sencillas como ir por la calle y agachar la mirada. Cuando conecté con mi parte masculina, dejé de hacerlo y ahora le mantengo la mirada a todo el mundo. Ocupo mi espacio, como cualquier persona”. Parece poco, pero fue un cambio definitivo.
Y así llegó la tercera y fundamental pieza de ese rompecabezas. La compañía de teatro donde trabajaba decidió montar una obra sobre drags, un cabaret queer. “Entonces fue cuando oí hablar sobre los drag kings por primera vez y entendí que ese era yo. Encontré este diamante en bruto, mi esencia”. Los ojos aún le brillan al recordar el shock que supuso descubrirlo. “Si le hubiera dicho a mi yo de cinco años que iba a ser drag king… Toda mi infancia habría sido diferente”.
Melisa sigue estudiando, leyendo, informándose. El movimiento drag king acaba de nacer en España y ella ha colocado la primera piedra. De hecho, el único colectivo drag king de España lo fundó en 2019 Sara Rodríguez, una periodista de 25 años. Fue su proyecto de fin de carrera y ahora es una referencia. “El objetivo es visibilizar algo que era totalmente invisible, tanto dentro de la comunidad LGTBQ+ como fuera de ella”, explica la misma Rodríguez.
Pepa Lamiarma, una travesti clásica
Daniel González, de 41 años, quiere escribir un libro sobre su vida; y si no es un libro será un gran espectáculo, que repase sus últimos 10 años. “Dios obra por caminos misteriosos”, le dijo una vez un fan —“un portorriqueño guapísimo”―, y poco le faltó para tatuárselo junto a la gran Lola Flores que dibuja su espalda de oso. Porque nadie sospecharía que la imponente drag queen Pepa Lamiarma ha salido de un convento franciscano. “Si Almodóvar me escucha, no me hace una película. ¡Me hace una serie!”, bromea.
Daniel tenía entonces 34 años, trabajaba como cocinero en un colegio del Opus Dei y estaba felizmente casado desde hacía ocho con un hombre cuando sintió la llamada espiritual. Estaba sentado en el banco de una iglesia en Sevilla esperando a un amigo sacristán cuando ocurrió. “Sentí algo que no había sentido nunca. Fue como un vuelco”, relata. Desde ese día no fue el mismo. Comenzó a ir a misa más a menudo y a relacionarse con personas religiosas. “Se me quitaron las ganas de acostarme con mi pareja, de ver la tele, de consumir. Todo de la noche a la mañana”.
Un monje franciscano, su guía espiritual, se dio cuenta de la fuerza de esa llamada y le mostró el camino de la vida religiosa. Retiro tras retiro, criba tras criba, Daniel llegó a la última fase: un año de seminario en régimen de clausura en un convento situado en un pueblo del interior de Valencia. Allí un maestro retrógrado truncó sus sueños cuando decidió que un hombre que había estado casado con otro hombre no podía ser cura. “Me decía que lo tenía muy arraigado. Que había experimentado una homosexualidad demasiado profunda como para formar parte de la orden”, recuerda.
La vida (o Dios) y sus caminos inescrutables. Cogió el primer tren a Sevilla y se metió en casa de sus padres. Tenía que empezar de cero y decidió hacerlo en Madrid. Consiguió trabajo de cocinero, se estableció en Malasaña y empezó a frecuentar Chueca. “Tan brusco como entré en la vida religiosa, tan brusco salí”. Fue entonces cuando nació Pepa Lamiarma, una mezcla de sus referentes femeninos: Rocío Jurado, Lola Flores y Marifé de Triana.
La Pepa es una travesti de las clásicas. “Ahora todo es Rupaul: tirarse al suelo, abrirse de piernas, Lady Gaga”. Su estilo, en cambio, es el cabaret y la revista musical. En un intento por modernizarse sin perder sus raíces, surgió su último proyecto: el canal de YouTube Engorda con la Pepa donde la drag enseña a cocinar recetas que son la antítesis de lo light y la operación bikini. Daniel es un profesional: de la cocina, del drag queen, de las relaciones públicas, y desde hace pocos meses, del posicionamiento SEO en web. “Intento dar visibilidad a las drags, que no se quede solo en los shows de Chueca”. Aunque acaba de empezar, asegura que le llamaron para participar en Máster Chef, pero no pasó la criba por ser cocinero profesional. “Era para dar el espectáculo”. Y tanto.
Antonella Lavenedos se prostituye en Villaverde
Antonella no hace shows en Chueca. A ella no la iluminan los focos de las discotecas. No canta, no baila, no hace monólogos. No se maquilla con el cuidado de una artista durante tres horas frente al espejo de su cuarto de baño. Ella tarda menos, no le queda otro remedio. Aún no ha amanecido cuando sale de su casa en Alcorcón como Rubén García (nombre ficticio, porque prefiere guardar el verdadero para no ser reconocido), un chico de 21 años vestido con el uniforme verde de jardinero de la Comunidad de Madrid.
Carga una mochila desproporcionadamente grande y pesada para su cuerpo de adolescente. Se mete en el Cercanías y media hora después aparece en el andén de la gran estación que parte Villaverde Alto en dos. A la derecha, el barrio, a la izquierda, el polígono. Hacia allí se dirige. Camina hasta uno de los tantos solares abandonados en medio de las naves industriales. Entre matorrales, escombros, preservativos, pañuelos y basura de todo tipo, Rubén se acomoda para travestirse. Se sienta sobre la base de un bote de pintura industrial y coloca un espejito sobre una rueda de camión. El sol aún no ha salido y el frío es gélido en el principal foco de prostitución callejera de España. Rubén se lía un cigarro entre escalofríos mientras espera a que amanezca: para ser Antonella necesita luz.
Rubén se prostituye vestida de ‘drag queen’ desde que tenía 16 años. Empezó en la Casa de Campo y luego se trasladó al polígono
Rubén se prostituye vestida de drag queen desde que tenía 16 años. Empezó en la Casa de Campo y luego se trasladó al polígono; siguió la misma trayectoria que el resto de prostitutas que trabajan allí aunque su punto de partida es radicalmente diferente al de sus compañeras de calle, la mayoría extranjeras y transexuales. Rubén es consciente de esa diferencia y la explota al máximo.
Luego llegó la pandemia que las igualó a todas. Para el joven supuso pasar de ganar 800 euros al día, “como mínimo”, a apenas 20 en cinco horas de trabajo. Dejó su piso donde vivía independizado en Villaverde, volvió a casa de sus padres y consiguió un puesto como jardinero que compaginaba con el de prostituta en el polígono. Le duró un mes. Se metió en una pelea con otro trabajador y le echaron. No se lo ha dicho a sus padres, por eso el despertador aún suena a la misma hora. Es su coartada. La jornada laboral de 8 a 15 horas la hace ahora Antonella.
“Todo esto es ella”, dice y levanta la pesada mochila del suelo con esfuerzo. “Rubén pesa mucho menos”. En ese espacio colonizado por la porquería, Rubén se preocupa por el orden. Lo primero, el maquillaje. Saca cuatro brochas, las sombras de ojos, la base. Lo coloca todo sobre la rueda. Se cubre el pelo con una media y comienza. “La primera vez me dio mucho asco todo esto, pero ahora ya… Dan más asco algunos clientes”, afirma. Aunque asegura que no se esmera demasiado para convertirse en Antonella (“No se lo merecen”), el resultado es tan espectacular que nadie sospecharía de las precarias condiciones en las que se ha producido la transformación.
Tras el maquillaje, toca vestirse y superar el paso más difícil del proceso: pegarse a la piel de los pectorales unos enormes pechos de silicona de cuatro kilos. Rubén coge aire, (“Es como ponerte un hielo seco en el pecho, te da una bocanada de asfixia”) y aparece Antonella. Con todo, ha sorteado demasiadas piedras en el camino como para quejarse demasiado por las circunstancias actuales. Sus brazos completamente tatuados por las artistas que admira esconden cicatrices que cuentan historias tremendas. “Mi padre me ha destrozado la vida y yo la he reconstruido como he podido”. Antonella también ha ayudado. “Todo ocurrió en unas fiestas de San Isidro cuando una travesti me salvó de una pelea. Me dijo que se llamaba Antonella; ella me dio mi nombre de guerra”, relata mientras se coloca la peluca: el toque final. La prudencia de Rubén frente a la temeraria Antonella. “De mujer, mato”.
Sin embargo, no necesita prostituirse para sobrevivir. Ese no es su caso. Quiere el dinero para conseguir una estética deliberadamente artificial de eterna juventud. Empezará por implantarse unas carillas dentales (“los dientes de los famosos”). Continuará por los injertos capilares (“para que el nacimiento del pelo sobre la frente sea un círculo perfecto”). Y así seguirá, estirando y estirando. “Si lo quiero bien hecho necesito bien de pasta”, explica. La prostitución para Rubén es adictiva. El dinero es una droga muy poderosa y está convencido de que no hay trabajo que él pueda hacer más lucrativo que este. “No cambia con el tiempo, no te desintoxicas, el dinero es un vicio tremendo”, afirma. “La que nace puta, muere puta”.
Suscríbete aquí a nuestra nueva newsletter sobre Madrid
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.