Al fascismo se le destruye en las urnas
Estamos viviendo un retroceso que muchos pensábamos que no volveríamos a ver
Yo fui de los que, cuando apareció Vox, pensé que no debíamos catalogarlo como fascismo. Por muchas razones. Porque era un término agotado que se usaba como arma arrojadiza entre políticos. Porque el fascismo clásico era un movimiento delimitado a la primera mitad del siglo XX. Porque aparentemente aceptaban las reglas del juego democrático. Porque eso no nos podía pasar a nosotros, o no nos incumbía, como en el célebre poema de Martin Niëmoller (que suele atribuirse a Bertolt Brecht). Incluso pensé que el fascismo era demasiado apolíneo comparado con la cutrez nacionalcatólica, carpetovetónica y celtibérica que presenciábamos.
La “equidistancia” que algunos proponen no solo es irresponsable y perversa, sino peligrosa.
Pero hete aquí que vuelve el fascismo, una vez más precedido del blanqueamiento y el “silencio de los buenos”. No solo incubado por sus promotores en la extrema derecha y sus apoyos en la derecha, sino también por las injusticias de un sistema agotado que en su crepúsculo azota a grandes sectores de la sociedad con la frustración y la desigualdad.
La “equidistancia” que algunos proponen no solo es irresponsable y perversa, sino peligrosa. Se estudiará en los libros de historia, por ejemplo, el hostigamiento al que durante estos años se ha sometido a Pablo Iglesias, cuyos máximos críticos deberían ser sus propios correligionarios, debido a sus derivas personalistas o al garrafal error de cálculo de la casa de Galapagar. Se les han llamado comunistas, y muchos de ellos vienen del comunismo ideológico, y a mucha honra, pero en su acción política han sido como socialdemócratas europeos del siglo pasado.
No se puede equiparar a los que, nos guste su modelo o no, les critiquemos o no, les votemos o no, hayan fallado o no, han pretendido mejorar la vida de la ciudadanía, conservar los servicios públicos, defender los derechos de los trabajadores, de las mujeres, de las minorías, etc, con aquellos que se han dedicado precisamente a lo contrario: a difundir el odio, a perseguir y señalar al que no encaja en el lecho de Procusto de la ultraderecha, ya sea una mujer maltratada, un migrante, alguien cuya orientación o identidad sexual diverge de cómo esta gente piensa que tienen que ser las cosas. Y que han acabado mirando hacia otro lado cuando se ha amenazado de muerte a varios políticos.
Dijo Agustín de Hipona que si le preguntaban lo que era el tiempo no sabría decirlo, pero que si no le preguntaban lo sabía perfectamente. Con el fascismo es parecido: los académicos conocen las dificultades para definirlo, pero es difícil no verlo cuando se tiene delante. Y ahora lo tenemos. Dijo Buenaventura Durruti que “al fascismo no se le discute, sino que se le destruye”. Eran tiempos de guerra. Ahora son tiempos de democracia, donde no se destruye al fascismo ni con balas que salen del fusil ni con balas que se envían por correo: en democracia al fascismo se le destruye en las urnas.
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