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EL ESPECTADOR
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Los españoles somos un bar y la Iglesia, un retrete

La nueva propuesta teatral de Alfredo Sanzol es sociología impecable para llenar con humor, ritmo, diatribas y neurosis el estado de ánimo de una época y un país

Mejores obras teatro 2021
En primer término Francesco Carril. Detrás, Albert Ribalta y Elena González. Al fondo, a la derecha, Camila Viyuela en un momento de 'El bar que se tragó a todos los españoles'.Luz Soria
Jesús Ruiz Mantilla

Caminar por Madrid estos días es darse cuenta de que el bar cohesiona España. El bar como microcosmos universal castizo, como hogar de acogida, como refugio y territorio neutral. Como santuario y sanatorio; escuela de aprendizaje y escala para las horas muertas. No sólo en nuestros barrios. Allá donde vayamos, un tugurio donde se lea en la puerta “tapas”, “hay caldo”, “tortilla”, “churros”, “pinchos”, “cerveza y vermú de grifo”, “menú del día”, como reclamo metafísico para estómagos sin aclimatar, nos vale. Da confianza. Lo mismo que un paisano que lo regente o un vecino con quien departir de fútbol, del punto exacto al que debes hervir el potaje o de dónde viene el aceite con el que aliña las penas de nuestra ensalada mental.

En cuanto a los retretes, hemos aprendido mucho. Lejos quedan aquellos donde tenías que descargar en cuclillas, entre una peste a orines amortiguada por serrín con la cadena sistemáticamente estropeada. Ahora –ya por fin- parece que den premios en concursos de limpieza. Pero han quedado marcados a fuego con una especie de peste para generaciones pasadas, como la de Alfredo Sanzol (Madrid, 1972). En El bar que se tragó a todos los españoles -hermoso y pantagruélico título programado en el Valle-Inclán hasta el 4 de abril-, el dramaturgo nos coloca a los feligreses ahí metidos: entre la barra, las terrazas y las mesas. Pero a los curas se los lleva al retrete. Lo mismo da que anden en el Vaticano para negociar pistola en mano una dispensa, caso del grandioso Txistorro creado por David Lorente, o en la parroquia.

Lo que Sanzol logra con todos ellos es un universo más que reconocible: ese local cósmico que representa fielmente lo que hemos sido y lo que natural y asombrosamente logramos después.

No así a quienes se encuentran con una profunda y justificada crisis de fe, como le ocurre a Jorge Arizmendi, su protagonista. Francisco Carril da vida con desparpajo y frescura a este inocente trashumante. Con un punto algo zangolotino en su viaje a ninguna parte como le gustaría a Fernán Gómez y con aires de Forrest Gump. Determinado a dejar atrás los rosarios y las misas o a cambiar el latín por el inglés y el marketing. Carril encabeza un reparto coral y brillante donde es el único que no se desdobla junto a Natalia Huarte. Ella es el sentido práctico sin sentido de culpa, con el punto justo de romanticismo y rebeldía feminista aun sólo expresada en monólogo interior. Dulzura y carácter determinada para no pasar una.

En torno a los dos bailan siete actores capaces de transmutarse en hasta 10 personajes diferentes: una sociología impecable para llenar con humor, ritmo, diatribas y neurosis el estado de ánimo de una época y un país visto de lejos y de cerca, encerrado en un bar. Aparte de Carril, Huarte y Lorente, hay que citar a todos los que conforman este grandioso elenco camaleónico: Elena González, Nuria Mencía, Jesús Noguero, Alberto Ribalta, Jimmy Roca y Carmina Viyuela.

Lo que Sanzol logra con todos ellos es un universo más que reconocible: ese local cósmico que representa fielmente lo que hemos sido y lo que natural y asombrosamente logramos después. Entre la crudeza, la ternura, la complicidad, alejado del patetismo y militante en el sentido del humor. Tres horas que se pasan a base de sonrisa y carcajada, a caballo entre las raíces navarras y la América profunda, donde huye el protagonista conectado a las operadoras de telefónica: de Pamplona a Texas y de Madrid al seno de granjas perdidas y poblachos de western. Pegado a postales de Eduard Hopper y cuadros más propios de Antonio López se desliza la memoria del franquismo sociológico, un detritus de nacionalcatolicismo y la aventura de buscar nuevas mentalidades que los españoles hemos hallado solos, a pulso y conciencia, en nuestro camino irreversible hacia la tolerancia.

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Esa hazaña colectiva que tantos populismos a derecha e izquierda ponen en hoy de manera cínica en duda, pero que fue, que es, real. Así lo demuestra con arte Sanzol para enmendar la plana a quienes políticamente construyen relatos interesados –mentiras y más mentiras, en suma- alejadas de la pura y sencilla verdad que aquel viaje todavía representa.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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