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ESTACIÓN EN CURVA
Columna
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El síndrome FOMO

Madrid tiene rincones en los que, por suerte, sientes todavía que la vida va por delante de ti

Una terraza en el barrio de Malasaña en Madrid, cerca de la calle Espíritu Santo. A.R.V
Una terraza en el barrio de Malasaña en Madrid, cerca de la calle Espíritu Santo. A.R.V
Antonio Ruiz Valdivia

Un grupito se arremolina a la salida del bar. Dobles mascarillas jugando con varios colores y texturas, abrigos acolchados XXL entre Baqueira y el Bronx, pantalones tobilleros, zapatillas montañeras, aires postraperos que bendicen la cultura del ladrillo visto, capuchas a tutiplén, algún gorro de pescador con logo incluido, calcetines repletos de emojis fluorescentes… Los espío sin que se note mucho en el limbo del toque de queda.

¿Quiénes son? ¿De qué se conocen? ¿En qué trabajarán? ¿Se irán luego a una fiesta saltándose las normas? Me entretengo a la vuelta inventándome sus siguientes pasos. Y es que en estos días de cuatro paredes uno siente la necesidad de saber que Madrid sigue adelante, que no se ha parado completamente, que se está reencontrando consigo misma poco a poco. Olvidar ese bajón de que esto va a durar mucho más de lo que esperábamos, ese sentimiento de que la vida va más rápido que uno y que la ciudad se atraganta de cosas nuevas en cada esquina.

En estos días de cuatro paredes uno siente la necesidad de saber que Madrid sigue adelante, que no se ha parado completamente, que se está reencontrando consigo misma poco a poco

Entre las persianas bajadas y los carteles de “se vende”, rezamos para que regrese el síndrome FOMO (‘fear of missing out’), la sensación que tiene uno de estar perdiéndose algo, de que están pasando cosas y de que te estás quedando fuera. Ese “cómo no has visto todavía esa obra”, “ese sitio lleva abierto sólo tres días y la cola para entrar es imposible”, “desde hace dos findes es el lugar en el que hay que estar”...

Pero Madrid es Madrid (aunque sea a medio gas). Hay calles en las que te puedes zambullir para ver que todavía suceden cosas y que se preparan para los prometidos felices años veinte. Y que compiten entre ellas. Lleva algo de delantera la Corredera de San Pablo (la Alta y la Baja), que los vecinos han peatonalizado casi de facto, serpenteados por skaters. Arriba y abajo, una pequeña colina de la generación Z. En una esquina se abre Espíritu Santo, otra de las arterias de esta ruta ‘calentita’, esa pequeña Gran Vía de Malasaña (aunque le sobra algún ‘influencer’).

No se quiere quedar atrás Velarde, la calle ‘vintage’ que huele a ropa de otras décadas que compra gente cuyo nombre escribiremos en el futuro. Bulle, bulle. ¿Aburrido un sábado al mediodía? ¡Pues a Pelayo! Del primero al último de sus números, pasa la vida. Más elegantona y siempre divertida se orilla cerca Fernando VI. Ahora tentada por fondos de inversión e inmobiliarias ávidas de cazar multimillonarios allende del Atlántico, pero siempre frecuentada por fauna con inquietudes. Salto a la calle Noviciado, cuyos aires descuidados de pueblo sórdido se han reconvertido en un trajín de mañana de domingo. Pero, ojo, que pide su sitio estos días la calle Santa Isabel (y alrededores) para conocer la ‘movida’ en tiempos pandémicos. Para cazar luego a las pandillas que se resisten a que Madrid se detenga en el tiempo con paso firme por Argumosa y a las puertas del mercado de San Fernando. Respiro hondo, la ciudad va todavía por delante de uno. Y eso es lo que nos gusta.

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