Beirut, Madrid
En todos los escenarios del mundo, los padres cuidan de los hijos hasta que en algún momento invierten los papeles: suele ocurrir en el tercer acto, pero a veces sucede antes de tiempo
En un teatro de Madrid, Hovik Keuchkerian, nacido en Líbano, de padre armenio y madre navarra, interpreta Un obús en el corazón, de Wadji Mouawad, originario del mismo país, del que su familia tuvo que huir, como el actor, por la guerra que comenzó en 1975. La obra, dirigida por Santiago Sánchez, provoca un doble milagro. Durante 90 minutos, la epidemia desaparece –se queda en la puerta, donde hemos sido bautizados con gel hidroalcohólico- y ambos libaneses logran sumergirnos en una historia que –solo en apariencia- comienza en un país lejano, en un territorio que creíamos no haber pisado.
El milagro laico- olvidarnos de lo que nos angustiaba al llegar para conmovernos con lo que sucede tras la cuarta pared- es obra de un solo actor, que ocupa el escenario y nuestros pensamientos durante hora y media sin más acompañamiento que su voz, un sofá y una silla. No hay tregua ni distracciones y la historia va poco a poco aproximándose a lo conocido, lo universal y compartido. El sofá se convierte en la cama de un hospital, ese miedo homologable; la guerra muta en una enfermedad larga y cruel; la silla, en algo que empujamos sin ganas, únicamente porque alguien espera que lo hagamos. No hay llamas, pero vemos un incendio. El protagonista es un hombre como un castillo, pero cuando responde a preguntas de un adulto, vemos a un niño. “Solo un miedo de infancia puede acabar con otro miedo de infancia”, repite sobre las tablas, cuando ya hemos olvidado que llevamos puesta una mascarilla.
En todos los escenarios del mundo, los padres cuidan de los hijos hasta que en algún momento invierten los papeles. Normalmente ocurre en el tercer acto, pero a veces sucede antes, incluso en el primero. Algunos niños evitan confesar que ya saben que los Reyes no existen para no quitarle a sus padres la ilusión; para que no sepan que ellos han dejado de creer en la meritocracia. Otros no quieren aumentar la pena de quien les ha dicho “se fue al cielo” haciéndoles ver que ya saben que nadie, tampoco los más necesarios, es infinito o inmortal. Y seguirán creciendo y decepcionándose, acostumbrándose a fingir. Unos pocos, los más perfeccionistas, llegarán a hacerlo realmente bien. Amanecerán con el despertador, cumplirán con todos los deberes y obligaciones, se pondrán esas canciones tontas en lugar de esa otras a las que se parecen más y caerán rendidos por la noche, agotados por el esfuerzo; Serán maestros del disimulo, reina del baile, alegría de la huerta. En las tormentas permanecerán quietos, como las fieras despreocupadas de un zoo. Nunca se contarán que hubo un tiempo en el que sabían menos y se metían en una cama que no era la suya hasta que pasaban los truenos. Se crecerán en las dificultades, por ejemplo, una pandemia. Tolerarán la mediocridad, dejarán pasar las pequeñas injusticias del día a día y mantendrán a raya a la nostalgia, esa termita voraz. Puede que logren engañarse y engañar a todos toda la vida. Son felices, muy felices.
El padre de Wadji Mouawad le dijo una vez, cuando el hijo ya era uno de los dramaturgos más reconocidos: “La gente no quiere pensar en la muerte. La gente necesita reír”.
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