El ‘eyeliner’ de Yolanda
Hay una manera de saber exactamente qué edad real se tiene y es aquella en la que la imagen mental de los padres de uno ha dejado de envejecer
El domingo por la mañana cuando bajé a por la prensa el quiosquero discutía tan violentamente con uno de sus clientes que pensé que iban a llegar a las manos. Menos mal que llevaban las mascarillas puestas porque, de no haber sido así, nos hubiesen regado de babas a todos los que hacíamos cola, que éramos tres, y dos estaban en edad de riesgo. La mayoría de la gente que aún compra papel lo está. Yo quizá también, porque últimamente todo el mundo me trata de usted, excepto ese tipo de camareros que abundan en mi barrio y que tanto a la chica de larga melena sedosa como a la anciana de moño blanco, invariablemente preguntan: “¿Qué va a tomar la joven?”.
El quiosquero tardó mucho en darme los periódicos porque antes tuvo que argumentar a un señor con Barbour por qué cuando por fin salga la vacuna no está dispuesto a ponérsela bajo ningún concepto. “¡Pero que lleva material genético! ¡Material genético!”. La espera podría haberme molestado pero ni siquiera cuando el quiosquero, al darme el cambio, me dijo: “Aquí tiene usted” me puse de mal humor.
Hay una manera de saber exactamente qué edad real se tiene y es aquella en la que la imagen mental de los padres de uno ha dejado de envejecer. Por ejemplo, yo a mi madre la recuerdo siempre llevándome al colegio en un Citröen Dos Caballos: vaqueros ajustados, chaqueta de pata de gallo, voluminosa melena rubia y eyeliner azul, como el cielo del pasado domingo, en el que el sol derramaba sobre las cosas cosas una luz de otoño tan dorada que incluso el mastodonte granítico de Nuevos Ministerios parecía bello.
Lo menciono porque lo tenía justo enfrente cuando, leyendo tranquilamente El País Semanal sentada en una terraza de la Plaza de San Juan de la Cruz (mujeres maduras con abrigos camel paseaban a sus perritos, hombres jóvenes con deportivas Nike a sus hijos), me enteré de que la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, que se ha hecho famosa por unas dotes negociadoras que podrían convencer a mi quiosquero de vacunarse, vive justo ahí.
La compadecí, porque en los días nublados ese complejo proyectado por Secundino Zuazo justo antes del inicio de la Guerra Civil es ciertamente tétrico pero a la vez pensé que había cierta poesía en el hecho de que la primera ministra de la historia de la democracia española que se declara abiertamente comunista viva en un edificio cuya planta, cuenta la leyenda urbana, tiene la forma de la hoz y el martillo. En estas estaba cuando empezaron a sonar desaforados los cláxones de los manifestantes contra la Ley Celáa. Había, como es habitual en nuestro barrio (el mío y el de Yolanda Díaz) cientos de banderitas de España. Miré la portada del suplemento y vi el retrato de Yolanda. Llevaba eyeliner azul. Me recordó muchísimo a mi madre. Le pedí la cuenta al camarero, quien me dijo: “Son cinco euros, señora”.
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