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MADRID ME MATA
Columna
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Pintar el mundo de nuevo

Existe un ejercicio interesante para entrenar la resistencia y la fe: la entrada de los colegios

Una rayuela en el patio de un colegio.
Una rayuela en el patio de un colegio.Servicio Ilustrado (Automático) (Europa Press)
Elvira Sastre

Me sienta mal madrugar. Las siete o las ocho de la mañana no son horas para mí. Mi cuerpo ya se ha acostumbrado a despertarse a las nueve, pero salir de la cama sigue suponiéndome un esfuerzo capaz de quitarme la energía para el resto del día, dejándome la cabeza en modo resaca. Hay mañanas en las que deslizo la mano fuera del edredón, cojo el iPad y trabajo sobre la profunda comodidad de mi colchón. Enfrentarse al mundo no es tarea fácil y yo me permito ser un poquito cobarde cuando tengo sueño.

Sin embargo, hay días en los que mi cerebro se activa, como hoy, que escribo a primera hora este artículo mientras se decide la próxima presidencia de Estados Unidos. Todo lo que pasa allí sacude al resto del mundo. Tras escuchar en algunos países de Europa ciertos discursos que solo son réplicas, he dejado de ver las locuras de un americano con poder como algo lejano. Están aquí. Y tanta desunión, tanta ansia por la separación, tanta fobia a la libertad, tanto todo vale, tanta desigualdad expresada en voz alta sin ningún tipo de reparo, consigue sacarme de la cama. Necesito salir a la calle y cerciorarme de que existen lugares amables.

Cuando el desasosiego me invade, recurro al futuro para cobijar cierta esperanza, pero no ese que no existe, sino el futuro que tenemos delante de nosotros, el que todavía cruza en verde un paso de cebra o da palmadas en las cabezas de los perros para saludarles: los niños y niñas.

Existe un ejercicio interesante para entrenar la resistencia y la fe: la entrada de los colegios. Mi barrio madrileño, que lo adoro, es familiar y jovial. Las familias y la diversidad se mezclan y convierten las puertas de los centros en un batiburrillo de culturas, estilos de ropa o modos de vida. Los padres y madres se agrupan –quizá de manera inconsciente– con sus iguales, aunque lo más seguro es que sus conversaciones se parezcan más de lo que ellos mismos creen. Sin embargo, los niños son solo uno. Si pudieran abrazarse sin temor al contagio, serían un color fruto de todos los colores y podrían inventar un nuevo idioma que todo el mundo comprendiera. Mientras sus responsables se separan y marcan distancia, ellos ni siquiera ven los muros. A veces quisiera subirme a una escalera, salir del planeta, cogerlo con las dos manos y entregárselo a un niño o una niña para que lo borre y lo pinte de nuevo.

Vuelvo a casa. El conteo sigue. Cuando salga este artículo, supongo que ya se sabrá el resultado. No sé si me meteré en la cama o lo celebraré con un vino. Ahora mismo, después de volver de la calle, solo pienso en cómo hacerlo para que esos niños y niñas no pierdan el sueño, sigan sin ver la diferencia, mantengan las manos abiertas y no escuchen a los monstruos con traje que vienen a contarnos que las pesadillas, a veces, se pueden cumplir.

Madrid me mata.

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