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MADRID ME MATA
Columna
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Personas sin espejo

Últimamente me pregunto si alguien nos ha enseñado alguna vez a mirarnos. Si disponemos de las herramientas necesarias para que eso no sea un trauma, sino un atajo

La calle Velarde, en Malasaña, es una de las más ruidosas de la ciudad. En un pequeño tramo de unos 100 metros se concentran cinco bares.
La calle Velarde, en Malasaña, es una de las más ruidosas de la ciudad.DAVID EXPÓSITO
Elvira Sastre

Los espejos son necesarios. En ellos no vemos solo nuestro reflejo, vemos nuestra mirada. Que levante la mano quien es siempre capaz de sostenerla. Yo no lo consigo, pero tampoco lo intento. Me sirve de prueba para saber si las cosas aquí adentro van bien. En un espejo –por suerte– no hay filtros, no hay otros ojos, no hay una voz que te apruebe o te rechace. Estás tú y todo lo que intentas ocultar a otros aparece como un destello. Y no estoy hablando del físico. Qué más da eso. Como ya lo explicó Wilde en una de las mejores metáforas que existen, lo de afuera es solo un reflejo de lo que hay dentro.

Últimamente me pregunto si alguien nos ha enseñado alguna vez a mirarnos. Si disponemos de las herramientas necesarias para que eso no sea un trauma, sino un atajo.

Mirar algo que está podrido o envenenado es, como mínimo, incómodo, pero es que lo incómodo existe para hacernos cambiar la posición, para buscar el hueco en el que sentirnos a gusto. No es, insisto, un engaño. Es uno más de los mecanismos que tiene el ser humano para buscar el avance.

Ser bueno no es fácil. El mundo que hemos construido está lleno de trampas, y algunas son evidentes y de otras es imposible escapar. Todo está hecho para que caigamos de lleno, para que nos dejemos llevar por la malicia, para que actuemos con egoísmo, para que ayudar al otro suponga un esfuerzo que a menudo choque con los intereses propios. Es un mundo de desidia, en el que nos anestesiamos rápido al dolor y cuyas puntas de acero ya no nos dejan marca.

La semana pasada tuve que ir a Malasaña por cuestiones de trabajo. Confieso que tenía ganas de salir del barrio en el que llevo encerrada –quitando esa pausa estival– desde marzo. Dudé. Pero confié. Llegar allí fue como un viaje al pasado. Según me adentraba, el pedaleo en la bicicleta se hacía más complicado. Calles llenas, terrazas a rebosar, cigarros en bocas sin cubrir, distancias mínimas. La Malasaña de siempre, la que todos echamos de menos. Un barrio en ebullición. Casas vacías porque la vida está en la calle. El olor a conversación. Abrazos cálidos. Cuerpos sin miedo. Personas sin espejo. Las mismas voces que critican desde el sofá a todo lo que se mueve ríen ahora en la calle, ciegos ante la enfermedad que recorre esta ciudad y este país y este mundo.

Yo también debo mirarme. Colocarme frente al espejo y ser capaz de contarme las verdades. Ponerles remedio. No criticar solo a la señora que aparece en la tele. Recordar el día en el que di un abrazo y me equivoqué. Pensar que debí evitarlo. Agradecer que no haya pasado nada y comportarme mejor. Repasar la línea cada mañana que no debo cruzar. Llegar al día en el que mirarme no me duela. Y seguir así, frente a mi espejo, hagan lo que hagan los demás.

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