Buena tralla municipal
Lo público debe apoyar la cultura que no es obvia, lo arriesgado
De Madrid para arriba: gente de toda la cuenca del Duero, de la cornisa cantábrica hasta el reino de Aragón, de media España, por supuesto, de Asturias, se congregaba los fines de semana en la discoteca La Real, que estaba en un barrio bien de Oviedo, y era, como suele decirse, una catedral del techno. Se liberaba en esas noches mucha energía elemental, como en un templo druídico.
Es que pasaba por allí la flor y nata de la electrónica mundial más contundente: Jeff Mills, Ritchie Hawtin, Surgeon, Ben Sims y, cómo no, Óscar Mulero, que era muy querido entre la afición, como un hechicero del ritmo oscuro. Yo iba, sobre todo, a las infinitas fiestas de Nochevieja, de esas que no respetan horarios ni calendarios. La Real cerró hace 15 años y la afición dejaba mensajes y flores en la persiana metálica que nunca volvería a subir.
Hubo un tiempo que el techno tenía mala prensa: se relacionaba con cosas mal consideradas, como la juventud de la clase trabajadora o las drogas recreativas. Desde el cambio de siglo fue ganando visibilidad y adeptos de todo tipo, hasta entre el moderneo, se fue asimilando e incluso intelectualizando. Ahora parece que la electrónica, como el rock o el pop, ha quedado relegada a un segundo plano, con el punch de los ritmos urbanos entre los más jóvenes.
Como ya nadie me saca a bailar (no por la pandemia, ya me pasaba antes), el lunes aproveché para bailar en casa, que es donde mejor se baila, porque nadie te mira y pese a que nadie te admira. El Ayuntamiento y la iniciativa United we stream (que se dedica a mantener, por streaming, a flote la escena electrónica madrileña en tiempos víricos) colocaron a Mulero arriba del faro de Moncloa, con la ciudad a sus espaldas, para que hiciese magia a los platos al anochecer.
Mulero, con sus tatuajes y su estricto atuendo negro, como una especie de Lemmy Kilmister (el de Motörhead) de la electrónica, despachó una sesión percusiva y oscura, casi fabril, y acabó como en la torre de control del aeropuerto: las luces de la ciudad, al fondo, parecían pistas por las que despegar. Mulero lleva tres décadas dándole al asunto. Últimamente, se ha adentrado en territorios más atmosféricos, visuales y sensoriales, tirando de un amplio abanico de influencias, como el postpunk o el rock. Vaya, que hay veces que pincha ante gente sentada.
Está bien que el Ayuntamiento le dé bola a este tipo de expresiones artísticas: lo público debe visibilizar aquello que no es obvio y apoyar lo arriesgado, no a darle cancha a lo que ya es de sobras conocido o cuyo objetivo es atraer turismo (como ya se ha hecho recientemente, por ejemplo, con los musicales). Tiene que haber buena tralla pública: hay que mover el esqueleto con el Consistorio.
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