¿Cuándo fue la última vez que te aburriste?
Busco “aprender a aburrirse” en el buscador de Google. Será una tarea pendiente para estas vacaciones
Os escribo en mitad de un streaming de una fiesta virtual organizada por la plataforma antirracista Don’t Hit A La Negrx (No pegues a la negrx) en el Centro Eskalera Karakola para recaudar fondos para la caja de resistencia trans, un centro que nace en 1996 y que “albergan diversos proyectos impulsados por un deseo político de compartir espacios y vidas”, de desafiar y reinventar el mundo desde la “autonomía, el feminismo y la autogestión”. El calor de Madrid me tiene deambulando por las calles todas las noches, esquivando aspersores de riego y hablando sobre nada en especial mientras vemos una ciudad desolada, vaciada por aquellas personas que hacían que nuestro Madrid cobrara sentido. Y vaciada por aquellos espacios que cerraron que creaban los escenarios de resistencia y de cuidados donde convivíamos. Ahí estábamos, dos pringados de una serie de HBO hablando sobre las desgracias del primer mundo de un grupo de veintimuchos sentados en un banco respirando violentamente desde las mascarillas desechables.
En mi infancia en Taipéi gastaba los días jugando desinteresadamente a la pila de juegos pirateados de la Play Station 1, casi todos los juegos en japonés o en chino mandarín, mientras escuchaba cómo goteaba el aire acondicionado de la habitación
“¿Cuándo fue la última vez que te aburriste?”. Me preguntó G. Con el tiempo se me perdió la habilidad de aburrirme, el “hábito” lo dejé desde el primer “no tengo tiempo” que pronuncié de mi boca. La verdad sea dicha, es difícil aburrirse a día de hoy, con las distracciones de los dispositivos tecnológicos y los scrollings infinitos en los feeds de las redes sociales, y, por lo menos en mi caso, siento una culpabilidad cuando no estoy haciendo nada y relleno ese tiempo con una cantidad poco realista y abundante de trabajos y de proyectos.
En mis memorias, la última vez que me aburrí fue en la antigua casa de mis abuelos en Zhonghe, Taipéi. Pienso en las tardes tirado en el sofá cubierto de una estera de bambú, levantándome de una siesta y encontrando arrugas del sueño marcadas en mi cuerpo. De fondo sonaba Chibi Marko-Chan, una serie japonesa de dibujos animados que en chino llamábamos “Xiao Wan Zi” y un bowl lleno de wang Zhai Xiao Man Tou en el centro de mesa.
Si estaba mi abuela, me escondía en la habitación de mi tío, que olía a tabaco y desodorante de menta. Gastaba los días jugando desinteresadamente a la pila de juegos pirateados de la Play Station 1, casi todos los juegos en japonés o en chino mandarín, mientras escuchaba cómo goteaba el aire acondicionado de su habitación. Crecí refugiado en los videojuegos, y cuando se trataban de juegos de horror de supervivencia, mejor: Clock Tower 2, cuyo primer nivel nunca llegué a superar, Phantasmagoria, una aventura gráfica de terror de Roberta Williams creado en el año 1995 para el ordenador que utilizaban a actores de verdad para los personajes y controlabas sobre fondos creados por el ordenador, o Parasite Eve. Ese fue mi último recuerdo y seguramente no se considere como no hacer nada. La verdad es que he desaprendido a aburrirme. Busco “aprender a aburrirse” en el buscador de Google. Será una tarea pendiente para estas vacaciones.
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