El motor de la colonia socialista de Madrid
Las primeras casas de 'La Socialista', en Chamartín, se levantaron en 1919. Esta es su historia y la de sus habitantes
La Colonia obrera, conocida popularmente como La Socialista, en Chamartín, tiene un departamento de comunicación muy eficaz, que maneja mucha información y, sobre todo, la transmite con pasión. Lo forman María Jesús López (Madrid, 65 años) y Águeda Rubio (Cuenca, 77 años). Cuando empiezan a hablar de la historia de la colonia, un motor interno se les enciende y les ilumina la mirada.
“Mis abuelos eran cooperativistas, del gremio de los panaderos, y vinieron en los años veinte”, cuenta María Jesús, maestra jubilada, madre de dos hijas, viuda, nacida aquí. “Yo llegué a Madrid hace 51 años, vine a trabajar, me hice novia, me casé y me vine al barrio a vivir”, relata Águeda, ya jubilada. Viuda. Trabajaba de asistenta “y criando a cuatro hijos”. Ambas forman parte de la Junta Directiva de la Asociación de Vecinos Colonia Obrera.
Las primeras casas de la colonia se levantaron en 1919. Por aquel entonces Chamartín de la Rosa era un municipio de la periferia de Madrid. Se anexionó en 1948. “El concepto era el de la casa jardín de los socialistas ingleses, para familias obreras. Unifamiliares, con jardín y con patio, muy soleadas. Muy diferente a lo que solía tener un obrero. Tenían agua corriente, electricidad... ¡Era un lujo!”, dice María Jesús. Fue la Cooperativa Obrera para la Adquisición de Viviendas Baratas la que lideró el proyecto. Para formar parte, había que pertenecer a la Casa del Pueblo. Según los documentos existentes, adquirieron 169.726 pies de terreno, a 30 céntimos el pie, que serían ocupados por 116 viviendas. Estaban diseñadas por el arquitecto Manuel Ruiz Senén.
La asignación de casas se hizo “por sorteo riguroso”. A cada cooperativista podía corresponderle una vivienda pequeña ―parcela de 100 metros cuadrados con 45 en cada una de sus dos plantas― o una grande ―terreno de 200 a 210 metros cuadrados con una superficie construida de 60 metros en las dos plantas―. Se pagaban 726 pesetas al año y 60 cada mes, hasta las 19.602 del coste total. Las calles originales tenían nombres ligados al socialismo. Durante la dictadura, afines al régimen. Hoy, llevan nombres de flor: Celindas, Santoninas o Narcisos.
María Jesús y Águeda dedican parte de su tiempo libre a la colonia. Han documentado la historia de las familias originales. El Casinillo es su ojito derecho. Un edificio amarillo, con ladrillo visto, que fue un casino en el que no se apostaba dinero ni se bebía alcohol; también escuela de párvulos y de primaria. Hoy, en obras, ejerce de nexo entre los vecinos, sede de la asociación vecinal, centro cultural y archivo de numerosos documentos sobre la historia del lugar. También tiene un bar. Con futbolín.
La vida era muy especial, muy privilegiada. Desde el primer día me sentí integrada. Las puertas de las casas estaban siempre abiertasÁgueda Rubio, miembro de la Junta Directiva de la Asociación de Vecinos Colonia Obrera
“La Segunda República fue una época dorada. Era como un pueblo. Había 116 familias numerosas. Muchísima amistad”, relata María Jesús, que se sabe de memoria la historia y las historias del lugar. Tras la Guerra Civil, la cooperativa fue declarada ilegal, El Casinillo dejó de pertenecer a la colonia, la escuela dejó de ser mixta. En 1958 se iniciaron los trámites para que las casas pasaran a ser propiedad de los inquilinos. Décadas de gestiones les permitieron recuperar también, ya en 1978, el Casinillo.
“La Guerra y lo que vino después fue duro. Muchos hombres o los fusilaron, o fueron a la cárcel o se exiliaron. Si las casas estaban ocupadas, se dejaba a la gente que había. Las que estaban vacías, las revendieron. Pero todo el mundo se integró. Al principio fue duro, pero las familias tenían que seguir viviendo y la convivencia se mantuvo”, cuenta con orgullo María Jesús.
“La vida era muy especial, muy privilegiada. Desde el primer día me sentí integrada. Las puertas de las casas estaban siempre abiertas. Jugábamos al balón prisionero, al limbo…” relata Águeda mientras salta y mueve las piernas para explicar en qué consistía el juego. “Traíamos almendrucos, con la cáscara y todo, y los maridos se ponían en la acera a partirlos. Se sacaba una cerveza, se sacaba una gaseosa…”, añade.
Durante un paseo por las calles de la colonia, van señalando las viviendas que se mantienen fieles al estilo original y las que no, también algunas historias de sus habitantes. Se paran frente a la casa de Paz Rojo (91 años, Madrid). Salvo “el episodio de la Guerra”, ha vivido siempre aquí. Su casa mantiene la escalera original, con peldaños prefabricados de hormigón. Jubilada del servicio internacional de Telefónica. “Muy contenta con mi trabajo, no como Pedro Almodóvar, que reniega”, dice socarronamente.
De vuelta al Casinillo, María Jesús y Águeda inciden en lo importante que fue para la colonia recuperar la convivencia y el edificio. Y se animan a entonar el himno que compusieron hace dos décadas:
“En los años veintitantos, Ocairí, Ocairá,
Se hizo una cooperativa, Ocairí, Ocairá,
Para construir viviendas,
Con esfuerzo y alegría, Ocairí…”.
No entonan nada mal.
“Es que esto nos sale del corazón. Es romanticismo”.
“Me da pena que solo vengáis una tarde”, dice María Jesús. Ha dado para mucho.
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