Los modales de La Moraleja
Los modales son, además de la forma que tienen los ricos de señalar a los pobres y los pobres de hacerse pasar por ricos, rituales con un sentido último higiénico.
Mi abuela Julia, por pura coquetería, se resiste a decir su edad, así que no sé a ciencia cierta cuántos años tiene. Lo que sí sé seguro es que en esta época del año le encanta ir en su coche a recoger cerezas al pueblo y que la calle donde vive se llama Conde de los Gaitanes, como el fundador de La Moraleja. Este conde, don Luis de Ussía y Gavaldá, además de propietario del coto de caza sobre el que se construyó la urbanización de alto copete más famosa de Madrid (con permiso de La Finca) fue el presidente de la empresa productora de carbón Minero Siderúrgica de Ponferrada, durante décadas el motor económico de la localidad en la que yo nací y donde mi abuela reside.
Su marido, mi difunto abuelo Juan, tuvo varios empleos en su juventud para mantener a su familia, pero el principal fue dependiente del economato de La Minero, que así era como conocíamos coloquialmente a la empresa del conde, quien a su vez era consejero de Fenosa, de Sevillana de Electricidad y de SEAT, además de miembro de la comisión permanente del consejo del Banco Central.
A este pluriempleado (el conde, no mi abuelo) el Rey le concedió en 1993 la Grandeza de España. En La Moraleja de Madrid también hay una calle Conde de los Gaitanes. A su alrededor se desarrolla el entramado de canchas de tenis y piscinas que conforman la parte noble de la urbanización y en ella se ubicó en tiempos la mansión del propio conde. En la calle de mi abuela en Ponferrada se ubica el poblado sindical de La Minero, el grupo de modestísimas viviendas para trabajadores donde se crió mi madre.
El conde de los Gaitanes tuvo 10 hijos, uno de ellos el periodista Alfonso Ussía, que les sonará a ustedes porque es la persona que más sabe de buenos modales de España (aunque en Twitter a veces se le olviden). No en vano, es el autor del célebre Tratado de las Buenas Maneras en el que asegura de la gente que dice “bañador” en lugar de “traje de baño” es horrible.
Los modales son, además de la forma que tienen los ricos de señalar a los pobres y los pobres de hacerse pasar por ricos, rituales con un sentido último higiénico. Las normas de urbanidad ―no masticar chicle mientras se habla, no comer con la boca llena, taparse la boca para bostezar― sirven básicamente para que las personas no se pasen miasmas.
Cuando estas normas se consolidan olvidamos el por qué de su origen y las vemos únicamente como signos de distinción. Es de suponer, pues, que la mascarilla acabará siendo una cosa muy fina aunque ahora haya mucha gente de bien que se resista a ponérsela. No es el caso de mi abuela (a la que, por educación, nunca le he preguntado la edad). Ella este año va a recoger cerezas con la mascarilla puesta. Moraleja: ella es una grande de España.
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