Madrid no se cierra del todo: “Salir, salir no salimos. Venimos solo a despejarnos”
La ciudad amaneció desierta después de que el presidente anunciara el estado de alarma, pero a poco la gente se echó a la calle con cualquier excusa
Madrid amaneció desierto este sábado. No abrió el comercio. Ni los museos. Ni los bares. La Puerta del Sol parecía la plaza de un pueblo de la España vacía. Pero poco a poco fueron apareciendo los corredores con sus mallas y sus zapatillas fluorescentes, los paseadores de perros, los mendigos con sus cartones, los turistas sin más perspectiva que pasear, los que habían bajado un momentillo a mover el coche, los que iban a comprar al súper con el carrito y de paso se quedaban de charla con los vecinos y hasta los novios que tiraron para adelante pese a las advertencias y celebraron su boda. Madrid se encerró para tratar de frenar el coronavirus, como habían pedido las autoridades tras decretar el estado de alarma, aunque la verdad es que no del todo.
Las calles, a primera hora, parecían el escenario de una civilización extinta. El único ruido era escuchar a tu vecino subir las persianas. Los balcones se habían convertido en burladeros improvisados. El bicho ya está en cualquier parte: un pomo, una camiseta, un billete, una moneda, un picor de nariz. Este sábado, en Lavapiés, no había misa de sábado, no había cafés en el Cafelito, no había empanadillas en el Benteveo, tortillas cuajadas en la Lorenza. No había cañas, tercios, vermús. No había sillas en las terrazas de la calle Argumosa. Salir a la calle este sábado se convirtió en un ejercicio de urgencia: había colas en los estancos y en los supermercados. La primavera, hasta nueva orden, será vivir en el salón de casa.
“Estoy cabreada. No hay nada en Mercadona y ahora uno tose y parece que entra el pánico”. María José Rodes, de 56 años, ha sacado a su perro esta mañana por la plaza de Lavapiés. Aquí ha coincidido con el treinteañero Daniel Gómez. “Saco lo justito al perro y para casa. Encima este —lo apunta con el dedo― es como un niño. Es muy hiperactivo y como hay que salir poco ahora, pues tengo que estar todo el rato en casa entreteniéndolo”. Los dos vecinos han mantenido la nueva distancia de seguridad de un metro. El problema ha venido con el saludo de los perros: las correas se han liado y claro, los cachorros se han hecho amigos olisqueándose mucho y moviendo el rabo.
El lujo ha dejado de brillar. La calle Serrano, una de las más caras de todo el país, estaba desolada. Versace, Gucci, Louis Vuitton o Prada bajaron las persianas. Se ha detenido de repente el glamur de una zona de Madrid tan ajena a las crisis y a las turbulencias que afectan al resto de los mortales. Ahora son negocios fantasma, como los demás. De repente, del subsuelo llegaba un sonido. Una alcantarilla se abría y por ella asomaba la cabeza David, técnico de una empresa. En mitad de un país que vive un momento excepcional de su historia, hay un obrero instalando fibra óptica. “No tiene pinta de ser urgente, pero aquí estoy”, decía David, apurando un cigarrillo.
Sol no era Sol a media mañana. No del todo. Faltaban los ríos de gente que cruzan la plaza, los guías que ofrecen tours gratis, los carteristas, los policías persiguiéndoles, los trabajadores del sexo, los aburridos y los diletantes. Pero había gente. Suficiente. Un hombre vestido de Winnie the Pooh ofrecía abrazos por un euro. No es el mejor momento, ¿no?. “Al revés. Los psicólogos le dicen a la gente que salga a bailar y a divertirse”, dijo Winnie the Pooh. ¿Donde ha oído eso? “En la tele".
En Madrid Central apenas había coches. Por no haber, no había ni pitidos de claxon. Que no suene el pito en Madrid es un síntoma de los nuevos tiempos. En la estación de Atocha no había familiares esperando. No estaban los del top manta vendiendo camisetas de Sergio Ramos. No había parejas despidiéndose. No había viajeros huyendo por las escaleras mecánicas. Este sábado todo era distinto. Había ciudadanos aislados, sentados, con mascarillas y separados. A más de un metro. Es más, para comprar cualquier billete había que estar a eso, a un metro. Todo se hace a un metro. Hasta para coger el metro hay que tener cuidado de no tener a nadie a un metro.
Los funcionarios de Renfe reciben a los viajeros con un gigantesco plástico que hace la función de mampara. “A esa distancia, por favor, ¿a dónde va?”. Hay un Madrid aislado y un Madrid chulapo y desairado. En la cuesta de Moyano, todas las casetas de libros estaban cerradas. Todas, menos una:
―¿Por qué está abierto?
― Estoy limpiando los libros.
A las 12.00 todo cambió. Los rebeldes fueron al parque de El Retiro. Aquí sí está el Madrid del pasado sábado. Corredores, familias, parejas, niños, carreras de bicis entre amigos, patinetes, ciudadanos tomando el sol. “Es la única actividad deportiva que estoy haciendo", dice Lucía, de 28 años. “Salir a correr está bien. Salir, salir, no salimos. Venimos solo a despejarnos”, opina su amiga Ana, de 27, antes de poner en marcha el cuentakilómetros.
Entre los gritos de los más pequeños, los aullidos de los perros y algún que otro resoplo de un corredor desfogado, una pareja mexicana conversaba cabizbaja sobre un banco de madera del parque. “Una pena, una pena, la verdad”. Hace 48 horas que pisaron por primera vez Madrid. “Nos ha pillado todo cancelado. No nos lo creemos todavía”, dice Claudia Magaña, de 39 años, con una mascarilla puesta y las piernas cruzadas. No verán Las meninas. Ni el Guernica. No irán al Museo del Jamón. No verán nada. “Estamos metidos en el hotel todo el día. ¿Qué vamos a hacer?, pues venir un rato al parque, a respirar”, lamenta Manuel Aguilar, de 40, con las gafas de sol puestas. Su intención era desconectar. Pasar una semana de vacaciones. Salir. Beber. El Madrid de siempre. El de hace tres días. “Estamos todo el rato con el WhatsApp familiar porque nuestros padres también están preocupados”. Y para colmo les anticipan la vuelta: “Nos dicen que en México también están comenzando a suspender actos”.
Madrid es más que su centro, aunque a veces se olvide. La avenida de la Albufera, a mediodía, estaba a reventar. Y el parque de Madrid Río con menos afluencia que hace siete días, pero con ciudadanos haciendo una vida normal. Los cuarentones Roberto y Daniel han llegado al parque, han buscado una zona con césped, se han quitado la camiseta y han abierto una lata de mejillones y patatas fritas.
― Si estás aquí al aire libre y no tienes gente, no pasa nada.
— ¿Y si esto lo hiciera todo el mundo?
― (Silencio) Yo bajo y pruebo.
Había tanta gente en los parques que, incluso, el 112 alertó de la presencia de decenas de coches en la sierra de Guadarrama: “Así no, Madrid. Así, no”. A las 13.00 el alcalde Almeida anunció el cerrojazo en su perfil de Twitter. “Ante las aglomeraciones de personas que lamentablemente y pese a todos los avisos se están produciendo en espacios públicos de Madrid, he ordenado el cierre de todos los parques y jardines de la ciudad a partir de las 16.00”.
Así no Madrid. Así no.
— 112 Comunidad de Madrid (@112cmadrid) March 14, 2020
Es #LaPedriza a las 11:30h. Nos pasa la imagen #AgentesForestalesCM
Es necesario abandonar las áreas recreativas de la Sierra.
Por favor #quedateencasa #CoronavirusEspaña#CoronavirusMadrid #ASEM112#Madrid112 pic.twitter.com/mPaVNzIHMz
El #Quédateencasa no caló en toda la población. La gente no quiso aislarse tan pronto. En algunos casos, parecía justificado. Alicia López, teleoperadora, llamó esta mañana por teléfono a su amiga Sara Martín, empleada de recursos humanos. Son amigas desde niñas, las dos viven solas en pequeños estudios del centro de la ciudad y a menudo cuidan la una de la otra. Son un pequeño núcleo familiar de dos células independientes. Alicia le confesó a su amiga que estaba sufriendo un ataque de ansiedad, que le temblaba todo el cuerpo. “No llamé a la ambulancia porque soy consciente de la situación en la que estamos. Y ya he tenido ataques de ansiedad otras veces. Tienes la sensación de que te ahogas y te mueres, pero es una sensación falsa. Por eso telefoneé a Sara y vino en mi ayuda. No me trajo ansiolíticos, solo amor, paciencia y cariño. Es lo que me hacía falta”, cuenta Alicia.
Cuando superaron la crisis juntas, las dos amigas se echaron a la calle con un carrito de la compra como el que usan las abuelas. Lo llenaron a rebosar. También fueron a la farmacia a por guantes y gel desinfectante. No pudieron comprar mascarillas porque no quedan. Tampoco termómetros. “No fabricamos nada. Todo lo hace China. Nos parece lo normal, pero si llega un problema como este nos damos cuenta lo vulnerables que somos. Deberíamos replantear nuestro modelo económico”, reflexiona Sara. Y sigue: “¿Y quién va a atender los casos de salud mental? No están pensando en los ataques de ansiedad ni de pánico. Los habrá. Una situación así altera mucho a la gente. ¿Y los que tienen claustrofobia?”.
―¿Y el teletrabajo?―, pregunta una de las amigas.
―Pues resulta que sí se puede―, contesta la otra.
―Entonces es viable.
Las dos se quedan pensando. Y coinciden:
―Esta cuarentena va a cambiar nuestra forma de vida.
Aunque el progreso siempre deja gente atrás. Pese a las calles desiertas, Miguel García ha colocado su silla de ruedas en la esquina que siempre ocupa en el barrio de Salamanca. Con una mano agita una lata donde los viandantes, de vez en cuando, le echan una moneda. García era conductor de grúa de accidentes de tráfico, acompañando a la Guardia Civil que hacía los atestados. Dice que hace dos años era un hombre sano y robusto, pero que poco a poco se fue debilitando. Una trombosis y un cáncer después, ha perdido las dos piernas. A priori, parece la población de riesgo que debería estar confinada en casa por el avance del Covid-19, pero dice que no le teme al virus. Por toda protección lleva una mascarilla color verde olivo. “La vida no es lo que tú quieras. Es lo que mande el de ahí arriba”, dice señalando el cielo. Cobra una pensión que no le cubre todos los gastos de la casa y la familia, por lo que mendiga todos los días, hasta que recauda unos 10 euros para sus gastos diarios. Entonces vuelve a casa. Este sábado no pasaba un alma por la acera. Entre la poca gente que había y la disciplina de guardar las distancias, poca gente se le acercaba. Aunque de repente llegó un ángel que depositó cinco euros en la lata y se fue a toda prisa. García, entonces, pensó que era momento de llenar el estómago. “Voy a unas monjas que por un café y un bollo me cobran un euro. Me sobran cuatro”, se felicitó. Después cruzó la calle moviendo con las dos manos las ruedas de su silla.
Mientras tanto, el presidente Pedro Sánchez discutía con el vicepresidente Pablo Iglesias en el Consejo de Ministros. Estaba la cosa tensa. Ahí dirimían prohibir los desplazamientos de los ciudadanos, salvo casos de fuerza mayor. Se acabaron las excusas. La policía municipal se presentó decidida a todo en Madrid Río. Soltó un dron que sobrevolaba las cabezas de los transeúntes pillados en falta:
“Regresen a sus casas, regresen a sus casas”.
A esas horas, la realidad distópica ya era un hecho.
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