El incendiario sin cara
El Gobierno gallego ha recurrido históricamente al fantasma de los “terroristas” del fuego para justificar el fracaso de su política contraincendios. Pero la mayoría de las imputaciones son por negligencias, contra ancianos de la Galicia envejecida
Los agentes forestales de Ourense van actualizando sus mapas y estadísticas cada vez que el fuego prende en algún rincón de la provincia más quemada de España. Saben que si abre el telediario un devastador incendio en otra punta de Galicia, casi de forma automática, como por arte de magia, empieza a arder algún monte en el ayuntamiento de Cualedro, en Monterrei, Oímbra, A Mezquita o en alguno de los municipios ourensanos que conforman el tantas veces ardido parque natural de O Xurés, Reserva de la Biosfera.
Todos los años el sur de Ourense arde mucho, “y siempre nos duele, nunca nos acostumbramos”, lamenta un brigadista en Verín, sin tiempo de secarse los ríos de sudor que resbalan por su cara. El trabajador forestal parece muerto de sed, pero se limita a cargar de agua la motobomba, su munición para volver al tórrido frente de batalla. El fuego que apaga fue “intencionado”, casi nadie lo duda en el pueblo y todos lo tienen claro en los despachos de la Xunta en Santiago. Empezó por la tarde en un rosario de 10 focos empujados por el viento que amenazaron varios núcleos habitados. Los responsables políticos enseguida se hicieron eco del rumor de un supuesto coche moviéndose rápidamente por la zona. “Es más fácil que fuera una moto”, opina el veterano agente: “Un coche no se mueve así y lo acabarían cazando”. En el bar de enfrente, un hombre asegura a todos que ha visto esposado a A., y que la culpa la tiene su familia por no controlarlo a todas horas. ¿Quién es A.?, se le pregunta. Las otras personas congregadas responden que es un sospechoso habitual, junto a otros dos vecinos, pero que igual que lo apresan lo sueltan. Casi nunca hay pruebas para incriminar a nadie porque el fuego se lo traga todo.
“Se habla de uno y de otro... pero luego esas personas que estaban señaladas mueren y el monte sigue ardiendo”, comenta Rafael Pérez, alcalde del BNG en A Mezquita, que concentra un llamativo historial de fuegos en los montes de O Pereiro. Cualedro, otro de los braseros de Ourense, lleva años con la vista puesta en dos o tres vecinos “chiscadores”. Chisqueiro es mechero en gallego. Chiscar es prender fuego. Sobre uno de ellos el propio alcalde del PP, Luciano Rivero, decía en 2015 que era “un artista de los artefactos incendiarios con retardo”, al que nunca pillaban in fraganti y que tenía “en vilo a todos los parroquianos”. El regidor y todo Cualedro vivían indignados aquellos días porque la Guardia Civil había detenido al que veían más inocente: Gumersindo, un exguardia civil de 83 años, sin coche, enfermo y con fama de honrado, que a la hora en que se había declarado el peor incendio de aquel año alguien vio regresando a casa. Había ido a su finca, próxima al foco inicial, a regar las sandías que acostumbraba regalar a todo el mundo. Al anciano fueron a arrestarlo días después a su domicilio a la precisa hora en que el presidente Feijóo viajaba a la comarca para prometer ayudas y visitar los municipios calcinados por aquel incendio que se desmadró.
Aunque aprendió a esquivar la palabra “trama” que sí usaron a placer varios de sus predecesores, Alberto Núñez Feijóo siempre ha hablado de “terrorismo incendiario” para justificar la llama perpetua. “Galicia no arde sola, a Galicia la queman”, clamaba cuando presidía la autonomía, un discurso escapista que ahora que ha dado el salto a Madrid adapta para maquillar el fracaso de la política contraincendios también en otras comunidades en manos del PP. En los años de Feijóo, la Xunta pintó un paisaje surcado de incendiarios, una “lacra” de “carácter homicida” decía el presidente, que provocaban un problema de “orden público”. La publicidad invitaba a la ciudadanía a destapar a estos criminales —a anotar matrículas de coches volviendo del bosque— que supuestamente se movían con nocturnidad y alevosía por los paisajes de la Galicia envejecida.
Además de la ancestral cultura rural del fuego, con unas 400.000 quemas al año (“basta con que salga mal el 1% para tener la causa de muchos incendios”, adviertía el fiscal general Álvaro García Ortiz cuando era responsable de Medio Ambiente en el ministerio público gallego), casi la mitad de la comunidad es masa arbolada, dos tercios si se cuenta el monte bajo. Galicia suma, además, unas 30.000 entidades de población (casi la mitad de las de toda España) de las que 4.000 están ya vacías. No hay manos jóvenes para gestionar la madera y la maleza desmandada. Pero incluso desde antes de la llegada de Fraga, para la política siempre ha sido más rentable alimentar las llamas de la teoría de la conspiración. El PP, no obstante, quizás por gobernar más tiempo, lo ha hecho mejor que nadie. El mentor de Feijóo y máximo exponente del sector popular “del birrete” (frente a los de “la boina”), José Manuel Romay Beccaría, dio el pistoletazo de salida en 1990 cuando puso de moda el asunto de los “artefactos incendiarios” lanzados desde ultraligeros por una mafia.
Artefactos como “los de Jarrai”
Eran bengalas unidas a pequeños paracaídas, un ingenio sofisticado, mucho más, desde luego, que los chapuceros haces de cerillas pegados con esparadrapo a una mecha o las velas de difunto. Pero en pocos días un empresario pirotécnico, pidiendo disculpas por contradecir a las autoridades, reveló que no eran más que restos de fuegos artificiales lanzados con motivo de unas fiestas patronales en la provincia de Pontevedra. El éxtasis de las acusaciones sin pruebas lo alcanzó ocho años después no un alto cargo del partido, sino un portavoz de Nuevas Generaciones que describió la trama como “grupos organizados, vinculados con el nacionalismo radical gallego, que lo único que pretenden es acabar con nuestra tierra y desprestigiar la política del PP”. Eran, decía, “grupos compuestos por jóvenes que utilizan artefactos parecidos a los de Jarrai”.
Desde el PSOE, quizás las más sonadas declaraciones fueron las de Cristina Narbona cuando era ministra de Medio Ambiente y el presidente de Galicia era el socialista Emilio Pérez-Touriño. Narbona habló de “terrorismo forestal” (Rajoy, siendo presidente, de “terrorismo ambiental”) y lanzó la hipótesis de los trabajadores “despechados por no haber sido contratados en los retenes” contraincendios de 2006. Además de a estos, señalaba a personas aquejadas de “patologías”, aunque los pirómanos no representan ni el 8% de los arrestados por incendios forestales.
“En 2021, un año con pocos incendios, el Seprona abrió 308 investigaciones en Galicia, 165 por fuegos intencionados”, explican en la comandancia de A Coruña. De estas, la mayoría siguen abiertas y solo se ha resuelto el 31%. A lo largo de los años, Galicia lidera el desgraciado ranking de las llamas en España. Concentra un tercio de los incendios y 70 de los 100 municipios que más arden. Las estadísticas oficiales (Ejecutivo central, Guardia Civil, fiscalía) revelan que a pesar de las tormentas secas y los rayos; los chispazos del tendido eléctrico y demás causas sobrevenidas, la mano del hombre está detrás de la mayoría de los incendios y siete de cada 10 son accidentales, por imprudentes quemas agrícolas, por negligencias de vecinos que infinidad de veces son ancianos. Suele haber más de 100 investigados al año. Pero basta con repasar la hemeroteca para ver que la palabra “octogenario” se repite en los titulares. Ellos prendieron fuego intencionadamente, pero no con intención de sembrar el mal.
Este mes, el sucesor de Feijóo, Alfonso Rueda, prefirió tirar por el camino del medio: dijo que cuando la Xunta del PP hablaba de tramas terroristas era porque “la sensación era esa”, pero reconoció que la fiscalía ha dicho “reiteradamente” que no existen grupos organizados que actúen con complicidad y al compás. No obstante, puntualizó: “Si por terrorismo se entiende hacer el mayor daño posible sin ninguna otra intención más que hacer daño, sí que existe terrorismo incendiario”. En lo más crudo de los incendios de agosto, el conselleiro de Medio Rural, José González, informó de que en una sola noche se habían registrado nueve conatos claramente intencionados, por la hora y por la proximidad a viviendas. González prometió detenidos, y acabó con una de las frases preferidas por los responsables políticos cada verano y otoño seco: “Caerá sobre ellos todo el peso de la ley”.
Sin pruebas ante el jurado popular
Serafín, un hombre de 57 años que vivía en la indigencia en Cotobade (Pontevedra), fue apresado por un devastador fuego registrado durante aquel desastroso verano de 2006 que devoró 93.000 hectáreas en Galicia. El incendio había invadido una carretera y dejado sin escapatoria a dos mujeres que iban en coche. Seis años más tarde, el acusado (por el fuego y por los homicidios imprudentes), que había cumplido prisión provisional, se sentó ante el tribunal popular. Pero fue absuelto: después de varias sesiones escuchando a testigos y peritos la magistrada decidió disolver el jurado por la ausencia de pruebas con la que se había llegado a aquel juicio.
Pocas veces la Guardia Civil tuvo pruebas tan rotundas como las que en 2016 llevaron a prisión preventiva a Carmen, una vecina de Cerceda (A Coruña) de 56 años, que era sospechosa y fue seguida por una patrulla hasta sorprenderla en plena acción. En su coche llevaba velas y nueve mecheros, uno de ellos decorado con el lema “amo Galicia”. Tiempo después, aquella mujer que arrastraba una nutrida historia de conflictos con sus vecinos, llegó a un acuerdo con la fiscalía y aceptó cuatro años y medio entre rejas por 11 incendios forestales que en total sumaban 22 hectáreas. Aquel año, en Galicia ardieron más de 20.000.
Después de casi un mes de incendios encadenados en los que la comunidad perdió más de 41.000 hectáreas, la segunda semana de agosto la subdelegación del Gobierno en Pontevedra presentó la campaña 2022 de la Operación Centinela Gallego. Treinta patrullas y drones sobrevolando los montes de 33 ayuntamientos para “vigilar y disuadir” a los supuestos incendiarios. La estrella de la jornada fue un avión no tripulado de 400 kilos equipado con una cámara para el día y la noche capaz, dijeron en el acto, de identificar una cara a 1.500 metros de altura. Ahora solo hace falta que el incendiario se quite la gorra y mire hacia arriba.
Miguel, el ecologista que asó un chorizo y acabó entre rejas
Aunque, cuando gobernaba, Feijóo admitía que había fuegos “provocados por descuidos”, opinaba que las negras oleadas que se ceban con Galicia no eran “resultado de la casualidad”. “No, los incendios no son fruto de la casualidad, sino de un fallo multiorgánico. Además de la investigación, en Galicia falla la extinción y falla, sobre todo, la prevención”, comenta el agente forestal Xosé Santos, integrante de Amigos da Terra y Amig@s das Árbores: “La política forestal gallega lleva décadas tratando de curar una metástasis con aspirinas”. “Existe la máxima de que todos los grandes fuegos tienen que tener un nombre detrás”, explica, “siempre se habla de coches y hasta se llegan a difundir vídeos, como el de un motorista que iba con un bidón por Vigo en los incendios de octubre de 2017 y que luego resultó que no era ni de aquel día”.
Tras aquellas dos jornadas en que Galicia fue el mismísimo infierno —un averno de 49.000 hectáreas calcinadas, tres muertos en Pontevedra y uno en Ourense— la detención que se propagó a los cuatro vientos fue solo la de Miguel, funcionario judicial, fundador de un grupo ecologista y poeta que cantaba a la naturaleza. Había ido a limpiar su soto de castaños, en el Ayuntamiento ourensano de Os Blancos, para prevenir incendios, y al mediodía le apretó el hambre y asó un chorizo sobre unas piedras para comer. Se le escapó el fuego y quemó una hectárea. Fue él mismo quien corrió a pedir auxilio. Los grupos ambientalistas salieron en su defensa, lo consideraban el cabeza de turco. Pero Miguel fue encarcelado y luego condenado por el Tribunal Superior a nueve meses de prisión. La Xunta pedía más.
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