La torre de Valencia que se alzó para paliar el desastre de la gran riada se asoma al derribo
Vecinos de un edificio de 10 plantas, fuera de ordenación y afectado por un plan urbanístico en pleno casco antiguo del barrio del Carmen, explora soluciones para permanecer en pie
El número 32 de la calle de Na Jordana en Valencia, enclavado a solo unos metros del IVAM, domina con sus 10 alturas un entorno urbano donde se permiten solo cinco. La torre, con una larga historia y alma propia, fue condenado al derribo por el plan urbanístico previsto en la zona que, al final, ha quedado congelado en más de una ocasión. Ahora, una agrupación de interés urbanístico ha reunido a más del 70% de los propietarios de los suelos de la manzana, delimitada por las calles, Guillem de Castro, Gutemberg y Llíria, y se propone sacar adelante la remodelación de más de 11.000 metros cuadrados. “Los vecinos estamos muy preocupados por nuestro futuro porque no nos queremos ir de aquí. No sabemos qué va a ser de nosotros”, expone sin rodeos Miquel Serrano, presidente de la comunidad de vecinos.
Sentados en torno a una mesa, los residentes más mayores recuerdan mil y una anécdotas de los 62 años de vida del inmueble. Como la de un antiguo vecino que cobraba una peseta a los amigos por un trayecto en el ascensor de la finca, uno de los primeros instalados en el barrio. O el sobrenombre que se le dio, el edificio de los falleros, porque en sus casas residieron o residen aún hoy, familias de abolengo fallero como los Borrego, los Mor, los Maroto, los Pastor o los Oyonarte. No en balde, muy cerca está la sede de la Falla Na Jordana, una de las comisiones con más solera de la capital.
El edificio lo construyó en 1962 la cooperativa de la Santísima Cruz, creada por la parroquia del mismo nombre y familias a las que la riada de 1957 dejó sus viviendas en precarias condiciones. Su fin social era dotar de una vivienda “digna, higiénica y económica” a los cooperativistas. Los nuevos vecinos procedían de la plaza del Carmen, de la calle Zapateros o de la desaparecida calle de las Amorosas, ahora una travesía de la calle Alta. El entramado medieval del barrio estaba ya muy deteriorado “ y no había pasado mucho tiempo desde que acabó la Guerra Civil y los bombardeos de la aviación italiana”, prosigue Serrano.
No obstante, el barrio estaba muy vivo, era como un pueblo. Pero llegó la riada y desmanteló todo su estilo de vida. El Ayuntamiento de la ciudad apostó entonces por desarrollar otras zonas de la ciudad, así que crearon la cooperativa de viviendas. El edificio se construyó en un tiempo en el que imperaba el modelo urbanístico que el arquitecto Javier Goerlich promovía en los años 20 del siglo pasado, con esponjamientos y largas avenidas al estilo de París, Viena o Madrid. De hecho, según explican los vecinos, el inmueble se situaba casi al final de lo que iba a ser la prolongación de la avenida del Oeste, que iba a llegar hasta el antiguo cauce del río, un plan que la movilización vecinal consiguió detener. El edificio se levantó donde había antes un lavadero público, justo al lado de antiguas fábricas de tinturas y curtidos.
El inmueble fue uno de los muchos que se quedaron en la capital fuera de ordenación tras la aprobación del PGOU de la capital de 1988 y ahora se encuentra dentro de la conocida como Unidad de Ejecución 22 del Carmen, aprobada en 1992 y recogida por el antiguo Pepri del Carmen y luego por el PEP de Ciutat Vella, de 2020. Inicialmente estaba prevista la construcción de un aparcamiento de 350 plazas y 200 viviendas de protección oficial y la rehabilitación de naves fabriles del siglo XIX. Y para ello se demolía el edificio, pero ha habido modificaciones posteriores.
“En 2003, en plenas vacaciones de Navidad, se publicó en el DOGV que nos íbamos abajo”, recuerda Susana, hija de uno de los cooperativistas fundadores. Los vecinos se movilizaron y consiguieron que, cuando se derribara el edificio, sus residentes fueran reubicados en el barrio y que no se tumbase el bloque sin antes estar las viviendas en las que tenían que irse a vivir. No consiguieron el canje de piso antiguo por piso nuevo, así que tendrían que pagar la diferencia entre la indemnización por derribo y el coste de las nuevas casas.
Pero el estallido de la burbuja inmobiliaria hizo encallar de nuevo el proyecto en 2007, que volvió a coger vuelo en 2020. A día de hoy, las 20 familias residentes no tienen información de qué harán los nuevos promotores, así que recurrieron a arquitectos para explorar la posibilidad de salvar el edificio convirtiéndolo en un hito urbanístico.
“Es viable pero complejo”, reconoce el presidente de la comunidad de vecinos, que anticipa que los pisos para el realojo, vistas las promociones de alrededor, serán inasequibles en precio para la mayoría de los vecinos del número 32. Calcula una indemnización por el derribo de entre 600 y 800 euros el metro cuadrado —los pisos tienen unos 80 aproximadamente— y da por sentado que los créditos hipotecarios que tendrán que pedir para comprar las nuevas viviendas no están al alcance de la mayoría. “Será una expulsión, de facto”, agrega.
Su idea es reconvertir el edificio, con una fachada y medianeras —el plan que regía cuando se levantó tenía previsto que se construyeran otros iguales al lado—, en una torre. Con el dinero que costaría el derribo y el realojo en recuperar e igualar la fachada y colocar jardines verticales o recurrir al arte en las medianeras. Hay mil posibles, insisten. “Tenemos previstas muchas cosas para mejorar la finca. No veo que sea fea, sería un rascacielos en el casco antiguo, podía ser un atractivo para el barrio”, apunta Antonio Cebrián, de 69 años y vecino del inmueble durante más de 30.
Elisa (49 años), otra residente del bloque, defiende el uso frente a la estética del edificio. “Dentro hay muchas familias, si todo tiene que ser estético en Valencia, no vamos a ningún sitio. La finca está en pleno uso, la gente tiene interés en vivir aquí”, defiende.
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