Aguas para sanar espíritus y regar naranjos
Si no tuviera que desembocar en el mar, quedaría de él una imagen de postal de alta montaña
El río Mijares nace con ese nombre en la sierra de Gúdar, en Teruel, y a su paso por tierras valencianas recibe el nombre de Millars. La sierra de Gúdar es un emplazamiento bellísimo, vigilado desde alturas níveas por el águila real y el buitre leonado. Se suele conocer esta zona como el Maestrazgo aragonés. En realidad, la denominación procede del siglo XIX, cuando se crea la región militar del Maestrazgo en el Bajo Aragón. Nada que ver, pues, con el histórico y original Maestrat castellonense, surgido en el siglo XIV con la formación de la Orden de Montesa (con un mestre o maestre a la cabeza).
Pero el paisaje no sabe de Historia: solo la sufre. El Mijares atravesará dos comarcas, en el distrito provincial de Castellón, de contrastada personalidad: el Alto Mijares y la Plana Baixa. La primera (poblada por aragoneses en el siglo XIII, cuando la conquista de Jaume I) es una buena representación de eso que se ha dado en llamar España vacía: sus más de 600 kilómetros cuadrados apenas acogen a 4.000 habitantes. Aunque la actividad agrícola fue destacada en el pasado (la buena aclimatación de las moreras propició un núcleo de producción de seda en Cortes de Arenoso), ahora la comarca vive básicamente de la actividad recreativa propiciada, singularmente, por la Fuente de los Baños, en Montanejos. En este punto, el Mijares se confunde con un manantial cuya agua se mantiene, en cualquier estación, a la temperatura constante de 25 grados centígrados. Desde el siglo XIX hay actividad termal en la zona, bien conocida por la burguesía de la ciudad de Valencia, lectora o no de La montaña mágica de Thomas Mann (que transcurre en Davos pero no reúne al G-7, sino a algo mucho más romántico: un grupo de tuberculosos).
Entre la Puebla de Arenoso y Montanejos, el visitante puede admirar pequeñas maravillas de diferente orden. Por un lado, está el sólido remanso del embalse de Arenós, construido de manera que su muro de contención parece una escollera marítima. A los amantes de la naturaleza estricta, en todo caso, les animaría a subir al Morrón de Campos, el mejor mirador de la comarca, y luego desplazarse por el Estrecho de Chillapájaros. Aquí el Mijares se vuelve abrupto y áspero, encerrado entre paredones verticales, lo que aprovechan los aficionados al kayak y el rafting. Más abajo, el descenso de la Maimona es ideal para el barranquismo, la escalada y el senderismo.
Si el Mijares no tuviera que desembocar en el mar, nos quedaría de él una imagen de postal de alta montaña. Pero tiene que suscitar demasiadas alegrías agrícolas como para que se pueda permitir el lujo –y el sinsentido- de quedarse a vivir en la comarca a la que da nombre. El Millars -ya con ese nombre- abandona el Alto Mijares por Fanzara y penetra en el término de Onda. El visitante tiene en esta población una plaza porticada medieval de gran interés, un castillo imponente y un Museu del Taulell (puesto que el azulejo y la baldosa protagonizan la actividad industrial de la Plana Baixa).
Para cuando muera entre Burriana y Almassora, después de pasar por Vila-real, el Millars habrá facilitado una actividad agrícola proverbial: la citricultura. Introducida en esta región por Polo de Bernabé (cuya casa natal, en Vila-real, es ahora un interesante museo), la naranja de Burriana, singularmente, fue de las primeras en participar en la aventura de la exportación al resto de Europa. La abundancia de agua y las excelentes propiedades del suelo hicieron el milagro. Un cerrado y languideciente Museu de la Taronja, en la calle Mayor borrianense, espera repetidos anuncios de reapertura para volver a su meritoria vocación didáctica.
Pero la Plana Baixa no son solo campos de cítricos. Al visitante hay que recomendarle un giro de guion insospechado: dirigirse, por Artana y Eslida, hacia la Serra d’Espadà, un reservorio mágico, uno de los bosques mejor conservados del País Valenciano. Y luego, para cerrar la aventura, echar una ojeada al Río Subterráneo de Sant Josep, en La Vall d’Uixó. Todo empieza y termina, en efecto, con el agua…
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