Gestalguinos, réquiem por mucho más que una taberna
El bar más antiguo de la ciudad de Valencia, punto de encuentro intergeneracional y foco cultural desde hace 47 años, cierra sus puertas tras sobrevivir a casi todo
Mientras el punk estallaba en Londres, Adolfo Súarez ganaba las primeras elecciones tras la dictadura de Franco y aún quedaban unos años para que Bustamante, Palmero y Laguarda grabaran los discos de la sensacional trilogía del pop mediterráneo, se instalaba un tirador de cerveza en Gestalguinos. Era 1977. Hoy en día, John Lydon cultiva su personaje en reality shows, Súarez da nombre un aeropuerto y la trilogía permanece como un lejanísimo recuerdo. Pero el tirador de Gestalguinos sigue ahí. Sin tocar. En pleno 2022. Y el resto de su mobiliario. Todo en piedra y madera, como emergiendo de otra época. Al igual que ese retablo cerámico, también made in 1977, en el que El Palleter esgrime un pendón morado, y no el tradicional cuatribarrado: fue la petición que Paca Brull le hizo a un ceramista de Tavernes Blanques para que uno de sus trabajos vigilara desde lo alto de la pared del local a quienes durante casi cinco décadas se han acercado allí a tomarse una cerveza, jugar al ajedrez, disfrutar de un concierto de jazz o de flamenco, echar un ojo a algunas de sus muchas exposiciones fotográficas o simplemente charlar con una buena Damm en la mano.
Tras abrir en 1975 (su primera reforma fue en el 77) sobre los planos de otra tasca abierta en 1968, el histórico bar de la calle Poeta Liern, ante la plaza de Sant Bult, único superviviente de aquella zona de las tascas que en los años setenta fue el primer hervidero de ocio nocturno mucho antes de que las inmediaciones de Cánovas, Xúquer, Juan Llorens o la actual Marina se pusieran de moda, baja su persiana. Pero no hablamos solo de un bar. Hablamos de algo que durante muchísimo tiempo ha sido mucho más. Un patrimonio histórico y cultural de la ciudad, al que solo su legión de fieles (sus antiguos clientes, sus hijos y hasta algún nieto, gente de muy diversa extracción social) han querido salvar de la inmisericorde gentrificación que uniformiza nuestras ciudades y hace que todos nuestros centros urbanos parezcan decorados clónicos. De hecho, ni siquiera la improvisada colecta de un centenar de habituales tras el cierre pandémico (hace un par de años) ha podido evitar lo que no lograron ni la degradación del barrio en los años ochenta, presa de las drogas, ni la crisis del 93 ni la del 2008 ni el propio virus.
Paca Brull, quien abrió Gestalguinos cuando solo tenía 21 años y está a punto de cumplir los 69, lo cierra con pena. Ella quería seguir, porque el local es su vida. Pero se ha cansado de luchar contra las regulaciones municipales que la obligaron a dejar de programar música en directo los jueves. Incluso a dejar de emitir música, directamente. Su equipo, aún más viejo que el tirador y que la imagen del Palleter (es de 1975), se ha quedado mudo. “No me quiero despedir con amargura, pero nos han complicado mucho la vida: hace poco vinieron tres coches de policía un martes cuando éramos seis personas dentro, eran más policías que clientes”, cuenta.
Le duele, además, que esto ocurra con un consistorio de izquierdas. Aquellos en quienes confió. “Estoy cansada de no poder trabajar, y no sé a qué proyecto de ciudad responde todo esto”, dice mientras explica las dificultades de otros locales (que no son precisamente bebederos, sino lugares con una personalidad acusada, que siempre ofrecen un plus en forma de actividades culturales) como Bigornia, Splendini o Rivendel. “¿Un centro solo para Starbucks y turistas?”, se cuestiona. Y la pregunta es oportuna en una ciudad que aspira a ser algún día Music City (como Nashville, Londres o Bolonia) mientras ha sido noticia por multar a músicos callejeros semanas antes de que sus calles revienten cualquier medidor de decibelios en marzo, como manda la tradición. “Todo esto responde a una mentalidad muy estrecha, algo que no hemos vivido ni en los ochenta ni en los noventa”, afirma. Ni con Rita Barberá, explica. Me cuenta que mucha gente le dice que “por interés cultural y ciudadano, esto podría estar protegido”. Ella se limita a trabajar. Hasta ahora.
En Gestalguinos, que nace sobre una antigua casa de la judería, en la que se localizaron objetos del siglo XVII, se ha hecho de todo. Se instauró el Día de la Foto desde 1992, con imágenes de Mateo Gamón, Juan Jarque o Miguel Molina. Se han celebrado competiciones de ajedrez. Han tocado centenares de músicos de jazz, flamenco o rock. Hasta se celebraron tertulias de un congreso internacional de psiquiatría. Paca se repartía la faena con su marido, Vicente, que falleció hace dos años. Y pese a haberse sacado las carreras de Historia y Filosofía, no hubiera cambiado este trabajo por nada del mundo. Aunque estar tras la barra significara convertirse en una especie de confesora de quienes le contaban su vida y milagros, sus penas y sus alegrías. “Aquí ha habido de todo, y nadie ha venido a hacer negocios ni a ligar, solo a ser ellos mismos, con una única condición: el respeto”, explica. Y cree que ese respeto consiste en “no tocar la dignidad del otro, porque si lo haces, te degradas, y hay que saber cuál es el marco de cultura y de pensamiento de quien tienes delante”. Reconoce con orgullo que Gestalguinos ha generado un “sentimiento de pertenencia” para tres generaciones distintas. Mucho más que un local para tomarse unas cervezas.
Se ve abocada a chapar, a dejar algo más que dos terceras partes de su vida entre estas cuatro parades, pero no quiere despedirse con tristeza ni resquemor. “Yo soy lo que miles de miradas han construido, y eso es lo que me llevo: esa es mi riqueza”, afirma. Y eso no hay cierre que se lo pueda quitar ya nunca. Jamás.
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