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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El puerto de Valencia, ¿un fin en sí mismo?

El Ministerio de Medio Ambiente consideró en 2006 “muy razonable” la alternativa de ampliación en Sagunto, pero la presión de los intereses particulares acabó imponiendo la actuación más dura

El puerto de Valencia desde la playa de El Saler.
El puerto de Valencia desde la playa de El Saler.Kai Försterling (EFE)
Miquel Alberola

El puerto de Valencia no es solo la muralla que separa la ciudad del mar: es también el muro contra el que puede estrellarse el mito de la movilización social que salvó El Saler de ser urbanizado, el cauce del Turia de convertirse en una autopista y el solar del Botánico de acabar en un hotel. Ahí es donde se esculpe la lápida del vigoroso activismo vecinal de Valencia, impotente ante un tupido, poderoso e impenetrable entramado de intereses. El pulso que mantienen el Ayuntamiento de Valencia y la Autoridad Portuaria a cuenta del impacto de la ampliación norte con la construcción de una terminal de contenedores renueva la sensación de derrota que sufrió la ciudad en 2006, cuando se perfiló esta actuación que, con la perspectiva suiza de una sede permanente de la Copa del América (con Rita Barberá como principal entusiasta), pudo evitarse.

Entonces, con la presión de algunos (pocos) medios y del PSPV de la ciudad, el Ministerio de Medio Ambiente llegó a paralizar la concesión de la declaración de impacto ambiental. Pero la reacción del lobby portuario fue feroz e hizo tambalear a algún ministro. La Generalitat de Francisco Camps, que veía en la ampliación un modo de superar a Barcelona (no falla: Cataluña) y un propicio frente de fricción con el Gobierno socialista central, solo iba a remolque. ¿También ahora? Hubo en aquel momento un altisonante argumentario de justificaciones: el riesgo de pérdida de liderazgo, el coste de 960 millones de euros anuales que supondría para las empresas valencianas de no llevarse a cabo la ampliación (entonces el puerto ya importaba el 80% frente al 50% de las exportaciones del producto local)… O el más estrafalario de todos (siempre sin micrófonos): el daño sobre el parque natural de L’Albufera ya era irreversible desde la ampliación anterior, la de 1999.

Pero más allá de eso, la ampliación (como ahora) también era un fin en sí misma, un apetecible bocado para el empresariado local en el suministro de materiales, servicios y transportes en una obra que iba a añadir 153 hectáreas de suelo sobre mar a una infraestructura que ocupaba 148. Lo que ese negocio causara en el medioambiente (los alarmantes impactos señalados por varios expertos en el parque natural de L’Albufera) y en el futuro de la ciudad (la hipoteca de la mayor parte de su mejor fachada litoral) no podía interponerse. “Hay mucho dinero en juego”, me advirtió uno de sus directivos. Empujaban la acuciante demanda de suelo para estacionar los contenedores de la importación asiática (la que había anulado buena parte la industria valenciana del textil, el juguete o el calzado) y su principal y creciente destino: el puerto seco de Madrid. Es decir, importación, carga y descarga, con pocas o ninguna opción de manufactura indígena sobre el producto de paso ni de valor añadido que no fuera transporte.

Ahora el puerto también ha elaborado un vídeo promocional que, como entonces (la confusión del granel), ofrece brutos (“un reclamo que capta empresas para que vengan a tierras valencianas”; “40.000 personas tienen trabajo gracias a Valenciaport”…) sin cuantificar con precisión porcentual y por sectores los beneficios que genera la infraestructura (para quién), qué se sacrifica a cambio (la regresión del litoral sur, la contaminación,…) y a cuánto sube la cuenta (quién paga el pato). Ese ha sido siempre el punto débil de la Autoridad Portuaria de Valencia ante cualquier ampliación: la falta de transparencia respecto a qué sectores o particulares están haciendo negocio en nombre de la economía valenciana, a costa de hipotecar el frente marítimo de la ciudad, estrangulando su proyección litoral y poniendo en riesgo el parque natural.

En 2006 el Ministerio de Medio Ambiente consideró “muy razonable” la alternativa de ampliar en el puerto de Sagunto (disponía de una gran bolsa de suelo y hacía innecesaria la ZAL, rebajaba la presión sobre L’Albufera, aproximaba la conectividad portuaria a la industria cerámica castellonense y evitaba un acceso norte). Sin embargo, la presión de los intereses particulares acabó imponiendo la actuación más dura. Y se construyó el dique que ahora se pretende rellenar, que cortó el flujo de la dinámica litoral que alimenta de arena las playas del sur y el cordón de dunas de El Saler. No es que la Autoridad Portuaria renunciara a ampliar en Sagunto: no lo quería como una alternativa, sino como reserva a futuro de la ampliación que hacía en Valencia. Es decir, no diluir el impacto en beneficio de la sostenibilidad sino intensificarlo en ambas áreas garantizándose dos intervenciones con sus presupuestos correspondientes porque la proyección de crecimiento del trafico de contenedores así lo apuntaba.

¿Necesita la economía valenciana para su futuro una extensiva excrecencia de cemento sin límite que pone en regresión una de las zonas más valiosas del litoral? ¿Pero qué o quién es la economía valenciana para el puerto? ¿O es que la economía que no pasa por el puerto no es economía ni valenciana? ¿O es que la sostenibilidad, que es un bien para todos, se puede sacrificar como la playa de Natzaret para el beneficio particular? Si el puerto es en realidad “la gran empresa tractora de Valencia”, como dice la propaganda, ¿por qué litiga en los juzgados contra el Ayuntamiento para ahorrarse medio millón de euros anuales de la liquidación del IBI que revierten en todos los valencianos? ¿Por qué Puertos del Estado se lava las manos en la responsabilidad del impacto ambiental de esa terminal y pasa la patata caliente a la Autoridad Portuaria de Valencia? Demasiadas preguntas para tan pocas respuestas.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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