El entierro ‘fast food’
No hay alternativa mundana al modelo de la mujer, o el hombre, de gesto serio, pero no desolado, que cada día cierran la contratación de cientos de velorios


“También os entra un pequeño catering”, asegura la mujer sentada al otro lado de la mesa. Se muestra seria, pero no desolada, mientras desliza el cursor por la pantalla del ordenador, donde se despliega un menú con multitud de opciones para el entierro.
Antes se ha elegido el ataúd, entre los disponibles, claro: con cruz, sin cruz, de madera de roble, de pino, de aglomerado chapado… “Este ni lo miren, que no queda”, avisa la mujer. También se ha seleccionado las flores de acompañamiento. ¿Rosas de color rojo, blanco o rosa? Cada uno con su significado, por supuesto. ¿Lirios y azucenas? ¿O mejor gladiolos? “Los crisantemos tampoco están mal”, dice, mientras sube la cuenta. ¿Claveles? ¿Margaritas? ¿Orquídeas? ¿Las quieren en coronas? ¿En centros? ¿En ramo?
La elección es compleja, pero menos que la de la música en directo, que parece que hace años que se estila para amenizar ceremonias. ¿Un intérprete? ¿Dos? ¿Tres? ¿Y qué tipo de instrumento? “Si se elige una misa católica, con el mosén, lo más apropiado es que suenen temas religiosos”, aconseja la mujer, mientras llama al móvil al párroco, para cerrar agenda. Por el momento, no coge. Pero por suerte es uno nuevo, joven, muy predispuesto. Seguro que estará abierto a cosas más atrevidas. Incluso a que suene una melodía que a los entendidos les recuerde vagamente a una copla.
Más clásico ha sido el momento de confeccionar el recordatorio. Unas rosas blancas en la parte frontal, lo típico ¿Y en el interior? En un lado, está claro, el nombre completo, la edad, de quién es viuda. Y que murió, por supuesto. Pero cómo, ¿cristianamente? ¿Con una cruz impresa? ¿O con un sencillo “nos ha dejado” basta? Y, por supuesto, un breve escrito. Si se ojea el cuaderno de la selección de poemas clásicos para entierros, se acierta seguro: “Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar…”
La tanatoestética ahora también es a medida. ¿Más sobria? ¿Más maquillada? ¿Algún color en los labios? ¿Y la ropa? ¿Un sudario o algo suyo, que llevase habitualmente y le gustase? Antes, lógicamente, ya se ha debatido si el ataúd se exhibirá abierto o cerrado. Luego se trasladará hasta el nicho en el cementerio municipal, en una caravana de coches, claro. “¿Pero la concesión está vigente? La ley ha ido cambiando, ahora son menos años”, advierte la mujer. También habrá que hacer sitio, apartando un poco el cadáver previo. “No les recomiendo estar presentes en el momento de reducción de restos”, aconseja.
“¿Y el catering?”, insiste la mujer de gesto serio, pero no desolada. Es para acompañar el velatorio, y cuesta apenas unos 100 euros, no más. Unos cruasanes, unas cápsulas de café. El agua es cortesía de la casa. Además, lo cubre el seguro, que se lleva pagando toda una vida. “Los muertos”, que le llaman los mayores al recibo, casi tan fundamental como el del agua o la luz. Que no sea que llegue el día, y el dinero no alcance…
La tarde lluviosa no impide que los niños corran por el centro cívico del barrio del Guinardó de Barcelona, que corona una pequeña montaña. La puerta parece escondida, adrede, en una verja carcelaria, alta y robusta. Para visitar la exposición, es necesario encontrarla y cruzarla.
Con el recuerdo intenso de los canapés fúnebres en la cabeza, se entra en la sala. Las expectativas son altas, y el tema no se ha elegido a la ligera. Vivir bien, morir bien, reza el título de la obra. La muestra apenas ocupa dos salas. Una la llena la videoperformance de la artista, Nathalie Rey, El cuerpo que pasa. Se ve a una mujer (la propia Rey) enterrada en el suelo, mientras le va cayendo lo que parece la arena de un reloj (de arena), hasta medio cubrirla. Luego se va deshaciendo de distintas capas de su propio cuerpo, para acabar fundida en la naturaleza, regresar a la tierra y dar vida un árbol.
En la siguiente sala, una especie de lluvia de estrellas fabricadas con diamantes fake y coletas de caballo, como las que llevan las niñas a la escuela, se distribuyen sobre una lona. Son mechones de pelo largos, castaños, negros, rubios… (¿no hay blancos?) amarrados a unos octaedros que simulan la codiciada piedra preciosa. Bajo el título Diamonds in the sky, esconde una crítica a los recordatorios fúnebres de lujo: diamantes elaborados de las cenizas o del pelo de los difuntos. Joyas por miles de euros, en esa búsqueda de la “vida eterna”, critica la artista francesa. Un poco de hemeroteca permite comprobar que es cierto, que hay quien paga por eso.
Pero la exposición no sirve de consuelo. Se ha cogido el metro, cruzado la ciudad, y escalado el monte bajo la lluvia, para nada. No hay alternativa mundana al modelo de la mujer, o el hombre, de gesto serio, pero no desolado, que cada día cierran la contratación de cientos de entierros. Una gestión fría y profesional, entre sollozos de unos solícitos clientes, que contienen el llanto, porque no es cuestión de llorar ante desconocidos. Y que, sobrepasados, dicen sí al caro y extenso menú de una muerte fast food.
Al final, se encargó un féretro Vega, la tanatoestética, el acondicionamiento, el túmulo frigorífico, el servicio de recogida, el libro de firmas, a color, los recordatorios (100 unidades), el cubre féretro Niza, el uso del oratorio, la sala de velatorio, el servicio de música (con dos intérpretes), la reducción de restos, el servicio de lápidas y marmolistería… En total, unos 6.000 euros, céntimo arriba, céntimo abajo.
El catering se canceló.
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