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BAD GYAL
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Sacudiendo el centro del poder

Bad Gyal arrasa en el Sant Jordi centrando el espectáculo en su propia figura

Bad Gyal, durante el concierto en el Palau Sant Jordi de Barcelona.
Bad Gyal, durante el concierto en el Palau Sant Jordi de Barcelona.Quique García (EFE)

Aluvión olímpico. Una multitud camino del Sant Jordi, otra del Sant Jordi Club. Ni una queja. Este año los culés han descubierto que en la montaña hace frío y que no hay metro, pero las aficionadas que acudían al concierto de Bad Gyal llevaban sus mejores galas, en muchos casos tan minimalistas que no parecería invierno. Otras, por estilo, no por temperatura, sugerían entrenamientos en centros de alto rendimiento, con sus chándales y deportivas. Ellos, que también los había, y en un número que parece creciente, muchos en pareja, también con brillos y seductores maquillajes. Algún padre despistado no sabía dónde mirar de puro pasmo. Ingenuo preguntaba en las casetas dónde se extiende el permiso de ingreso de menores (”¿pero esas chicas tenían menos de 16 años?”), a lo que con mirada profesional respondía un trabajador: “Sí, es que hoy crecen muy rápido” Todo va rápido sí, tanto que Bad Gyal, con una carrera que arrancó hace ocho años, iba a llenar por segunda vez el Sant Jordi. Al lado Viva Suecia hacía lo propio en el Club. Y todo era ilusión y ganas por ocupar el mejor lugar frente al escenario. Anhelo. La montaña olímpica parece más musical que futbolera. Será cosa de la edad.

Bad Gyal, 26 años. Acaba de publicar La joia, su asalto a los cielos del planeta. La reina apareció puntual y durante hora y media hizo lo que se ha convertido en su santo y seña, su marca, el eje de su identidad: dejarse ver. En una sociedad que no priorizase la vista sobre los demás sentidos habría de reconsiderar su argumentación. Estatismo para que las miradas fijen su figura, cubierta lo estrictamente necesario. Brilla la ropa, ojos ocultos tras unas gafas. Contoneo sensual. Sí, soy yo, así soy y estoy aquí, dice sin hablar, desafiante. Es una diva. Es inalcanzable, pero está ahí, cerca. No es como las demás, aunque un día lo fue. Su determinación la extrajo de una panadería, su visión la empujó y su talento la ha entronizado. Y manda. Sabe lo que quiere y no soporta a los babosos incapaces de contenerse ante lo sucinto de su vestuario. Todo el mundo, todas ellas, la admiran por ello. Pasea las manos por su cuerpo. Nadie que no sea ella u obtenga su permiso puede hacerlo. En Tiffany no entra cualquiera.

Pero el éxito no sólo lo explica la imagen, algo que bien podría pensar el padre que preguntaba por las edades de unas chiquillas que no se lo parecían. Abre con La que no se mueve, una pieza de dancehall producida por quien ha producido a Bad Bunny. Poca broma. En Perdió este culo, a base de dembow, mezcla ya esencias: autoconfianza, orgullo, seguridad, desdén y dominio. “Cada vez que entro al club ponen algo mío y suena tan duro / Tú te qued’a ahí en la esquina escondido/ porque ha’ perdí'o este culo”. El padre habría añadido “so pringao”, pero ella dice “ja, ja”. Saluda envuelta en su melena y pide al equipo que pongan los ventiladores “a ful”. En Pop pop, a ritmo de reggaetón, estilo que puede gustar o no pero que mueve hasta la escayola, comienza a sacudir el centro del poder, apenas cubierto por una falda tan mini que mini se queda corta describiéndola. Las canciones se disparan en popurrís que ahora se llaman medley, que parece suena menos carpetovetónico, y el primer tramo se cierra con sorpresa (imaginable). Es Morad, única voz de entre todas las que suenan en las colaboraciones que se encarna en escena. Fiel a su chándal como las sepias a su tinta, hunde el recinto. Y es que Así soy, del que apenas canta dos estrofas, es un pelotazo nada especulativo.

Bota niña una mezcla de estilos con aire reggaetón abre la segunda parte. Habla también del centro del poder. Los interludios, que bien podrían no dejar el escenario a oscuras y al público en espera, no enfrían el entusiasmo. Asombroso. No hay más show que ella, que sigue igual, como una obra de Fidias, perfecta en sus proporciones y casi inmóvil, pues apenas baila, sólo de tanto en tanto. Tropezar sería letal. La dupla-popurrí Aprendiendo el sexo - Mi lova sube más la tensión. Hedonismo sudado, deseado y ejercido. ¿No tenemos que ser felices?, ¿no es el cuerpo lo único que nos lo permite sin gastar el dinero que no tenemos? Cuando los músicos negros cantan a la sexualidad nos están diciendo lo mismo, esto es lo único que no nos podéis arrebatar, nuestro cuerpo. Y las nuevas generaciones lo usan a su antojo en una sociedad donde sólo manda el ojo. “De sólo tocarme me empiezo a soltar”, canta en Real G, ya en la tercera parte, frase que remacha, si es que fuera necesario, con “ningún hombre me podía intimidar”. Ya ha usado un catalán de calle en Yo sigo igual, uno de sus primeros éxitos y en Qué rico vuelven las sacudidas del poder, muchas veces pormenorizadas por planos cortos con un encuadramiento que no podría ser calificado como sutil. Todo rezuma sensualidad, agudos tacones en primer plano. Las caderas del Sant Jordi se zarandean. Arata Isozaki hizo bien su trabajo.

Por megafonía suena un trocito de Pai y en la memoria se dibuja aquella cría con camiseta del PSG que cantaba en una bañera. Quería ser una estrella, lo que hoy es. Con proyección internacional, como atestiguan las muchas voces de artistas urbanos de primera fila que han sonado en el concierto. Emboca su último tramo. Ha habido cambio de vestido. Ahora parece que acaba de huir del último proceso de una momificación y le cuelgan telas blancas mientras otras han ceñido someramente su figura, apenas cubierta. Los éxitos se suceden en la pendiente final. Zorra, Blin blin, Sexy, de personalidad vogue y coreografías en consonancia de bailarines y bailarinas (seis), Pussy, con este tema pasa como con medley y popurrí, suena más fino en inglés, aunque luego, una acepción hispana de lo mismo, “toto”, se convierte en el grito de guerra del público, coreado como una exaltación cuando suena Nueva York. Tot*. En un gesto enternecedor que entendería el padre de la entrada, Bad Gyal pide que se enciendan los mecheros, ¡y los hay! Llamitas amarillas entre el blanco clínico de la linterna de los móviles. Chulo parte 2, con tantas reproducciones en Spotify que hasta genera dividendos, antecede al final con Fiebre. En el país se debate sobra la Zorra de Eurovisión. Podría pensarse en dos alpinistas que deslizándose ante un alud se preguntan por el tipo de nieve que lo conforma.

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