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Crónica de una muerte por WhatsApp

Los problemas imaginarios de la rutina se desnudan ante el inminente fallecimiento de un amigo

Juan I. Irigoyen
Para mis amigos la angustia era de día; para mí, por la diferencia horaria, la noche. Miraba la pantalla y, si no había mensajes del grupo de WhatsApp de mis amigos, pensaba: “Sigue vivo”. Y volvía a dormir.
Para mis amigos la angustia era de día; para mí, por la diferencia horaria, la noche. Miraba la pantalla y, si no había mensajes del grupo de WhatsApp de mis amigos, pensaba: “Sigue vivo”. Y volvía a dormir.Gianluca Battista

“¿Por qué lloras, papá?”.

Mi hija Greta llegó a casa como acostumbra, risueña y revoltosa junto a su madre y su hermana, Victoria. Venía de pasar la tarde en el parque y se encontró con una imagen insólita para ella, si es que existe algo insólito en el mundo nuevo de una niña de dos años y medio: su padre sentado en el suelo, con el gesto deformado de lágrimas, todavía con el teléfono en la mano. Vía WhatsApp, el mensaje, es decir, la respuesta a la pregunta de Greta, era pavoroso: “Muchachos, Martín está internado. Pelea con un virus. Está muy complicado, el panorama no es bueno”.

Acto seguido, otro aviso. Siempre en el mismo grupo de viejos compañeros de colegio: Martín Blanco ha sido eliminado.

Lo tengo agendado como Martín Blanco, porque de esa manera, con nombre y apellido, por simple manía, tengo organizados a todos mis contactos. En realidad, lo debería haber guardado como El Gordo Mortín. Así le decimos, aunque era flaco. Había sido un poco regordete en la adolescencia cuando todos nos conocimos. A los argentinos nos resulta tan difícil desprendernos de los motes del colegio como a mí borrar el legado que han dejado esos pibes en mi corazón. Acostumbro a desconfiar de la gente (hetero) que no tiene amigos del colegio: ¿Cómo es posible haber pasado años, para muchos los mejores y más felices, sin un testigo actual de esa inocencia insegura e impertinente?

Me pregunto, en ocasiones, si hoy los volvería a elegir. En la mayoría de los casos, seguramente no. Pero, sin embargo, es casi un vicio en cada regreso a Buenos Aires correr a su encuentro, símbolo de la mejor amistad: la desinteresada.

“Muchachos, el Gordo sigue igual. Me dijo Pupe [la mujer de Martín] que el que quiera ir a saludarlo y darle la mano dos minutos, puede hacerlo”. La información, siempre por WhatsApp. Y, como todo grupo de amigos, se organizó sin organización. Estaba el que hacía de nexo con la pareja y el que lo era con los padres. Los más activos y los más pasivos. Los positivos y los negativos. Y el médico de la pandilla, cuyo silencio resultaba atronador. “Ayer le nombré a cada uno de ustedes con nombre y apellido. Le dije que todos pensaban mucho en él. Que lo querían mucho. Si bien no contesta, estoy seguro de que me escucha”.

El Gordo era un gran conversador a pesar de ser un pésimo copiloto (se quedaba dormido). Más divertido que gracioso, unía sin ser líder. Y aunque no era el más cariñoso, era al que todos íbamos corriendo a abrazar. “¿Te gusta el Audi? Míralo bien porque no vas a tener uno así en tu vida”, te soltaba. Sin embargo, fue el más generoso de los fanfarrones: la mayoría aprendió a conducir en su primer coche, un Fiat Uno negro, que le prestó a todos sin jamás rechistar. Anfitrión de los viernes sin rumbo, siempre con la última PlayStation disponible y una colección tan variada de música como de porno, entre sus objetos escondidos te podías chocar con un filósofo alemán. “Gordo, ¿qué haces leyendo a Schopenhauer?”. Desde la cocina, seguramente después de hacer un gesto burlón, gritaba: “¿A quién querés que lea? ¿A Paulo Coelho?”.

Y, como si fuéramos hijos del pensamiento de Schopenhauer, las horas transcurrían en un pesimismo imposible de digerir. No ayudaban los partes médicos. Para mis amigos la angustia era de día; para mí, por la diferencia horaria, de noche. Me levantaba sin un porqué, mientras que con la misma sinrazón cogía el móvil. Miraba la pantalla y, si no había mensajes del grupo de WhatsApp de mis amigos, pensaba: “Sigue vivo”. Y volvía a dormir. El más loco, por eso también el más sensible de la banda, nos sinceró a todos: “Tengo miedo de agarrar el teléfono”.

Los problemas imaginarios de la rutina se desnudan ante la inminente muerte de un amigo. “Se nos fue el Mortín. La peleó hasta el final. Ya nos volveremos a ver”. Creo que no contesté nada, quizá solo así justifico a Dios: como la mentira más esperanzadora de la verdad más intolerable. Hay veces que la muerte parece justa, en ocasiones es irremediable, están las fortuitas y las egoístas. Las más puñeteras son las inexplicables: un pibe de 43 años, con un niño de tres, único hijo de un matrimonio unido y cercano.

En el grupo empezaron a caer fotos de Martín y, por supuesto, las anécdotas. Todas divertidas. “Así es como hay que recodarlo”, dijo su más amigo, el más bueno de todos nosotros. El WhatsApp se quedó mudo después del funeral. Me preguntaba quién, pero sobre todo cómo se podía romper el silencio. Pero entonces alguien sugirió recuperar el fútbol de los martes y todos estuvieron de acuerdo. La pelota tiene eso, a veces es analéptica, siempre lugar de encuentro.

Mi hermano me cuestionó si me arrepentía de no haber ido a Buenos Aires. El tiempo me dirá si fui cobarde o si simplemente entendía que las despedidas son dulces cuando existe un mañana. El resto, solo dolor. Me preocupa, en cambio, mi primer asado en Buenos Aires sin el Gordo Mortín. ¿Será volver a decirle adiós?

“Papá, ¿por qué lloras? ¿Tienes pupa? ¿Te duele?”

“Es que los muertos somos nosotros”, pensé. Pero no le contesté.

Y me abrazó.

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Sobre la firma

Juan I. Irigoyen
Redactor especializado en el FC Barcelona y fútbol sudamericano. Ha desarrollado su carrera en EL PAÍS. Ha cubierto Mundial de fútbol, Copa América y Champions Femenina. Es licenciado en ADE, MBA en la Universidad Católica Argentina y Máster de Periodismo BCN-NY en la Universitat de Barcelona, en la que es profesor de Periodismo Deportivo.

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