Bob Dylan idéntico a sí mismo, sin engaños ni fuegos de artificio
En la primera de las dos actuaciones de Dylan en el Liceu de Barcelona, no había ni móviles ni tabletas merodeando, un concierto como los de antaño
Las calles adyacentes a La Rambla barcelonesa hacían honor a la fecha del calendario, en las cercanías del Liceu las explosiones de diferentes magnitudes reinaban en la noche. Como un contrasentido, de esos que tanto deben gustar al Nobel de literatura que nos visitaba, en el interior del sacrosanto recinto no hubo ni un solo fuego de artificio, no se tiraron cohetes, ni la sala se llenó de chisporroteos provocativos (o de confeti, que parece ser una moda que está de vuelta en los conciertos). Más bien al contrario: todo era natural, tranquilo, cercano. Sobre el escenario no habían ni gigantescas pantallas, ni excesos de tramoya apabullantes; sólo músicos con sus instrumentos ante el cortinaje trasero iluminado en rojo. Y no había ni móviles ni tabletas merodeando, un concierto como los de antaño. Todo se centraba simple y llanamente en la música y en la letra (tal vez más en la letra por eso del Nobel), en cómo decir las cosas, cómo explicarlas sin necesidad de parafernalias de ningún tipo.
En el primero de los dos conciertos de Bob Dylan en el Liceu el público abarrotó el local. Un público ya entradito en años entre el que se podían encontrar hasta algún representante de los Hell Angels. Con una puntualidad exquisita, a las 20 horas exactas Bob Dylan, sin saludar ni sonreír, comenzó, escondido tras su piano de cola, con un viejo tema que ha recuperado en su último disco, Watching the River Flow. Curioso comienzo de concierto con una canción que se inicia con pregunta y respuesta sorprendentes “¿Qué me sucede? No tengo mucho que decir”. Dylan idéntico a sí mismo, a pecho descubierto. Como se suele decir sin trampa ni cartón, enarbolando sus 82 años con dignidad, con la voz rota, a veces puro susurro, que siempre tuvo que, aunque ha menguado con el tiempo, no ha perdido esa casi escalofriante (y a veces incomprensible) capacidad de comunicación. Dylan puede hacer con tan poca voz, y a menudo desafinada, que todo un auditorio tiemble de emoción.
Por espacio de casi dos horas y siempre en la penumbra escénica fue creando uno de esos ambientes cargados de tensión que podían cortarse con una hoja de afeitar si es que todavía existieran las hojas de afeitar. Cabalgó sobre el blues más oscuro, algo que parece gustarle en los últimos tiempos, recurrió al venerado talking blues para compensar deficiencias vocales, y se acercó con discreción tanto al rock como al country para explicar esa cotidianidad convulsa y un tanto lúgubre que marca sus últimas canciones. Y fueron estas las que centraron el núcleo del concierto, temas como I Contain Multitudes o Black Rider, que levantó al público por primera vez.
Entre las canciones de Rough and Rowdy Ways, incluyó algunas más antiguas (eso sí, poco conocidas) reinterpretadas como solo a él le gusta: que prácticamente no se reconozcan, tal y como las ha dejado plasmadas en su más reciente plástico Shadow Kingdom.
Prácticamente no habló en todo el concierto, solo para presentar a sus músicos, y hasta parecía de buen humor cuando lo hizo, y un “Thank you” que sorprendió al personal. En When I Paint My Masterpiece tocó la armónica por unos instantes, los únicos a lo largo de la noche en que tampoco recurrió en ningún momento a la guitarra centrándose sólo en el piano. El ritmo llegó con un par de versiones de Nashville Skyline y John Wesley Hardin, un clamoroso Tweedle Dee & Tweedle Dum y un emotivo Mother of Muses. Ya en la recta final versionó a Greateful Dead, recordó al bluesman Jimmy Reed y concluyó con un fastuoso Every Grain of Sand de aquel recordado Shot of Love cosecha del 81. No hubo bises, lógico.
Un concierto intenso, dieciocho temas, que, como ya se esperaba, no incluyó ninguno de sus grandes éxitos. Su público ya lo sabe y, por tanto, ya no los esperaba, que para eso es Dylan y nadie va a replicarle.
Como nadie replicó la indiscutible molestia de tener que hacer cola a la entrada para que unos señores te empaquetasen el teléfono móvil imposibilitando su utilización. Una molestia más mental que real ya que, como la gente fue previsora y llegó pronto, no se produjeron largas esperas. E igual sucedió a la salida, el desempaquetado fue bastante rápido y sencillo. Fue una molestia que no molestó y que consiguió algo verdaderamente inusual en estos tiempos y que, la verdad, es de agradecer: nadie filmó, ni grabó, ni hizo fotografías, ni disparó flashes, nadie molestó durante la actuación con cacharrería electrónica. Si para esta tranquilidad se ha de pasar porque te precinten el móvil, pues firmamos. Claro que mejor sería que la gente fuera solidaria y pudiéramos vivir conciertos sin móviles ni tabletas sin necesidad de coacción externa, pero esa es ya otra historia.
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