Gesticulación vacía
La manifestación contra la cumbre franco-española con la que el independentismo pretendía demostrar fuerza y unidad, ha logrado justo lo contrario
La gestualidad es importante en política, a condición de que detrás de esa gestualidad haya algo tangible. Cuando no es así, puede resultar incluso patética. Es lo que ha ocurrido con el boicot a la cumbre hispano-francesa protagonizado por el independentismo. Era una apuesta arriesgada, porque no estaba claro que contara con la fuerza necesaria para tener un impacto significativo, y al final la manifestación se convirtió en una especie de bumerán: puso en evidencia precisamente aquello que se quería ocultar. Convocada para hacer una demostración de fuerza y de unidad, sirvió para todo lo contrario: mostrar que la capacidad de respuesta del independentismo está lejos de la fuerza que un día tuvo, y que no solo no hay unidad, sino que el clima en el interior del movimiento se está agriando hasta hacerse irrespirable.
Puede entenderse que alguien silbe o abuchee al presidente de Esquerra Republicana, Oriol Junqueras, porque no esté de acuerdo con el giro estratégico de este partido, pero es difícil imaginar mayor violencia simbólica que la expresión “traidor, vuelve a prisión” dirigida a quien se ha pasado tres años en la cárcel y hasta hace poco compartía los altares erigidos a las víctimas de la represión. Ese abucheo marca que estamos en un punto de inflexión. No es tan fácil apropiarse de un significante vacío y dotarlo de un contenido que resulte útil al propósito de la convocatoria: demostrar una hegemonía y una capacidad de impugnación que, si se tuvo, ya no se tiene. La cumbre fue un éxito para el Gobierno de Pedro Sánchez y el independentismo mostró a los ojos del mundo que ya no es un movimiento político tan amplio ni tan inclusivo como para imponerse. Y menos para dictar quién puede o no reunirse en Barcelona.
En realidad, era una manifestación claramente reactiva. Pretendía demostrar que el procés no ha terminado. La palabra procés es otro de esos significantes vacíos que describió Laclau al que se pueden dar significados distintos y cambiantes según convenga. Pero si entendemos por procés aquella estrategia unitaria iniciada en 2015 para conseguir la independencia de Catalunya, con un calendario y unos instrumentos definidos que incluían la convocatoria de un referéndum y la aprobación de unas leyes de desconexión que permitieran proclamar la república catalana de forma unilateral, es más que evidente que está muerto. Aunque sus promotores mantengan el objetivo de la república, ya no hay ni unidad, ni calendario ni estrategia compartida. Negar algo tan obvio solo se explica por la distorsión cognitiva de un voluntarismo que se niega a admitir al fracaso.
Que el procés haya acabado no quiere decir que el independentismo esté muerto. En absoluto. Pero está herido, y su recuperación dependerá de que sepa encontrar un camino diferente al que ha fracasado. En ello está Esquerra Republicana. Sin embargo, el hecho de que haya sucumbido de nuevo a la presión ambiental y se haya dejado arrastrar a un equilibrio imposible, participando en la manifestación de boicot a la cumbre mientras ejercía la representación institucional, envía inquietantes signos de que su convicción flaquea. Abandonando el acto en el momento del himno, también ERC se entregó a una gestualidad vacía que solo ha servido para proyectar una imagen de oportunismo y fragilidad.
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