Robert Smith al frente de The Cure apabulla en el Sant Jordi de Barcelona
Convertido en un césar de las penumbras, el artista se erigió en el icono de la noche
Entre las más de 17.000 personas que en la noche de ayer fueron al Sant Jordi dee Barcelona estaba Gay Mercader, el pionero en la promoción de conciertos en España. No era un detalle menor. Pese a que jocosamente decía estar allí por equivocación, abandonar su refugio gerundense no dejaba de ser un gesto para estar ante otro tan clásico como él. The Cure, supervivientes al desafío digital y las nuevas corrientes, no dejan de ser parecidos a él mismo, aún activo, el concierto era suyo, sin haber sido atropellado por los tiempos y con el tesón y orgullo de quien siente que vive cuando hace lo que le gusta. Así es Robert Smith, en lo estético casi una autoparodia, con ese peinado que juvenil intimidaba y pasados los sesenta es un quiero y no puedo, sempiterno su negro en la vestimenta y con una voz que asombrosamente es lo que mejor se mantiene en su cuerpo. Y, no nos engañemos, Smith tiene en forma lo importante, lo demás es banal. Encabezó su banda, banda clásica, de toda la vida, que apareció junta en el escenario con normalidad, y dejó claro que The Cure son un estilo en sí mismos, apabullando con un concierto torrencial de apoteósico final. Casi tres horas para la autoafirmación. El César volviendo de una campaña exitosa.
Los hay que dicen que los locales suenan bien o mal pero The Cure dejaron muy clarito que cuando hay buen equipo, buenos técnicos y buenos instrumentistas puede sonar hasta un zapato. Desde el primer tema, Alone, un estreno, el Sant Jordi sonó bien, a un volumen atronador pero bien. Sonido turbio, brumoso, opresivo, propio de Todos Los Santos, apoyado en guitarras y muy especialmente en el bajo corpóreo y terso de Simon Gallup, que como mandan los cánones de la torería rockera tenía el instrumento casi a la altura de las rodillas y de tanto en tanto se subía retador a los monitores, y a los dos teclados de Perry Bamonte que amplificaban el sentido épico y siniestro de las composiciones. Y para pautarlo todo, la roqueña batería de Jason Cooper. Por supuesto, la voz de Robert Smith, inmaculada, asombrosa en sus tonos altos, voz resistente y flexible que retrotraía a los tiempos, lejanos, cuando la banda era una novedad. En el repertorio, largo, como si Robert se autoafirmase sólo por tener más repertorio que años, presentó estrenos como And Nothing Is Forever, A Fragile Thing, Endsong y abriendo bises I Can’t Never Say Goodbay, dedicada a su hermano fallecido, y se sumergió sin freno en su cancionero mientras el escenario omitía planos cercanos de Robert y sus cinco músicos optando por unas imágenes que podían ser explícitas, tela de araña en Lullaby, cromatismo pop en Friday I’m In Love y en ocasiones imágenes de los músicos en las cinco pantallas que remataban el escenario, siempre en plano general. Y contradiciendo a la imagen fúnebre, mucha luz blanca, como si la banda se hubiese travestido en Fugazi.
El final fue una apoteosis que ya antes se había conseguido en el tramo de concierto que enlazó Push, Play For Today y A Forest. Pero en la desembocadura del concierto, tras la primera tanda de bises, se desató el pop y la asistencia fue atropellado gozosamente con temas como las citadas Lullaby y Friday I’m In Love, Close To Me, In Between Days, Just LIke Heaven y la final Boys Don’t Cry. ¿Eran necesarias 28 canciones cuando se dice que los japoneses se mantienen delgados porque se levantan de la mesa sin saciar por completo el apetito? Probablemente no, el concierto tuvo valles que se podrían haber sorteado, pero hay empachos que sientan bien. O al menos eso decían las caras de quienes en la noche del jueves volvieron a decir que las modas pasan pero The Cure permanecen como esas piedras de gran tamaño que las olas no pueden devolver al olvido del mar cuando se retiran de la playa.
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