James Taylor, un cancionero eterno entre sonrisas
El cantautor norteamericano acunó con su calidez y cercanía a un Palau entregado a su memoria
Una berlina de alta gama. Acabados de lujo en piel y maderas nobles. La conduce por un circuito cerrado un campeón de Fórmula 1 que no puede superar los 110 km hora. No llueve. Las posibilidades de sobresaltos se reducen a cero. Bien, al piloto le puede dar un ataque al corazón, pero ello es harto improbable. Eso es un concierto de James Taylor hoy. Probablemente son así desde hace tiempo: confortables, seguros, bien acabados, ajenos al vértigo. Los acabados de lujo los encabeza Steve Gadd, un batería que precisaría dos párrafos para listar las luminarias a cuyo servicio se ha puesto. Control y matiz, un motor casi silencioso, aunque preciso y eficiente. Taylor lo presentó como una leyenda. James Taylor, nada que ver con el acaudalado propietario que va en la berlina: vestido informalmente en tonos grises, gorra siempre descubriendo la cabeza para agradecer aplausos, sonrisa perenne, reconocido a la vida por haberle permitido salir de sus infiernos. Simpático, cercano y bromista. Derritió con su voz cálida al Palau de la Música en un concierto de lujo no ostentoso. Los ricos de verdad no presumen.
No era preciso ser Nostradamus para vaticinar su éxito. Dos posposiciones por pandemia habían aumentado las ganas de escuchar una música que ha atravesado casi seis décadas. Nada más pisar el escenario los aplausos y vítores de la provecta audiencia hicieron temblar levemente a las musas del escenario. James dijo acordarse del lugar. Hay bellezas que no se olvidan. Había pisado la escena y ya había triunfado. Las más animosas le decían que lo necesitaban. Él sonreía. Y comenzó a cantar. Y nadie se movió. Y como si el público estuviese en el cine, se quedó estático y sólo algunas cabezas, con notable contención, seguían el ritmo. ¿Se dormía la asistencia?, en absoluto, se empapaba con sus éxitos sin parpadear, no fuese volviese de repente la pandemia y aquello se acabase abruptamente. Se acordaban también de las cosas que la música de Taylor ha hecho en sus vidas, agua que ha permitido crecer flores emocionales, agua que ha regado recuerdos. Ni éxitos como Country Road o Sweet Baby James provocaron delirios, exclamaciones admirativas en su inicio. Hubo de llegar Never Die Young, séptimo tema, para que sus primeros acordes fuesen saludados con aplausos. Sí, allí nadie había muerto joven. James, parsimonioso entre tema y tema, bebía agua, se cambiaba la guitarra, presentaba las canciones sin prisas y siempre sonreía. El tiempo es una joya para quien ganó otra vida.
Dos partes en el concierto. La primera para ir entrando en calor poco a poco, sin premuras, como el discurrir de las propias canciones. Taylor sólo tocó una vez la eléctrica en todo el concierto, en la primera parte, en el blues Steamroller. Joni Mitchell lo acompañó grabada en Long Ago And far Away y algún suspiro escapó. Tras el preceptivo descanso la segunda parte se abrió con Teach Me Tonight, única representación de su último disco, cuya foto de portada, exceptuando los dedos que ciñen su barbilla, muestra al hombre de apariencia feliz que en la noche del martes derritió en el Palau. Recordó que Carolina On My Mind la compuso amaneciendo en Ibiza y también dejó ir que en aquel viaje se lo pasó muy bien. Sonrisas entre el público, y días de vino y rosas revoloteando entre acordes y en algunas memorias, aunque sin asomo de drama. Taylor, excelente voz no requerida jamás más allá de lo razonable, punteo preciso, haciendo bromas con la pizarra que desde el suelo le mostraba el listado de canciones, disfrutaba. Ni tan siquiera tuvo que mostrarse de manera ajena a su realidad, la de un septuagenario en forma que no presume de estar hecho un pincel. Nacer tan guapo puede convertir en cretino al portador de tanta beldad, pero también puede ayudarlo a sobrellevar sin alharacas la admiración ajena. Taylor parece de estos. Sonaron Fire & Rain y Mexico, y ya algo agitada la platea pensó en sus cosas y sonrió, y se puso en pie y se meció con el trote suave de Shower The People. Se asomaba el final. You’ve Got A Friend, con el público susurrando la letra, How Sweet It Is y Song For You Far Away lo encarnaron. Entre una cosa y otra dos horas y media en el Palau con sólo cuatro músicos para enhebrar un cancionero de pausa y evocación, tranquilo y amable con un Taylor que desde hace tiempo parece sólo disfrutar. Al menos cuando canta.
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