
Aquello tan manido de “tan cerca, tan lejos” a veces resulta tristemente real. ¡Qué poco conocemos de la música de nuestros vecinos ibéricos! Y es una lástima porque el fado en particular es una de las músicas más sensuales y desgarradoras que, hoy por hoy, se cantan en este planeta. Lo tenemos ahí al lado, pero no nos damos mucha cuenta. Por eso, la iniciativa del festival Grec de traer a dos grandes fadistas solo puede considerarse como una idea sobresaliente y el anfiteatro de Montjuïc casi se llenó.
Dos estrellas que, además, no están en los extremos opuestos pero casi. La exuberancia expansiva de Cuca Roseta, a la que tildan de ser el futuro del fado, y probablemente tengan razón, aunque ya se debe hablar de ella en presente. Y la contención, cercanía y emoción de uno de los nombres incontestables de esta especialidad, Camané al que a sus cincuenta y cinco años (solo quince más que Roseta) no puede calificarse de vieja gloria, todo lo contrario, y que para demostrar que el suyo es un fado también en evolución se presentó esa noche, rompiendo moldes, con la sola compañía de un pianista de jazz, el gran Mario Laginha y el resultado no pudo brillar más alto. A pesar de que el espectáculo fue largo, muy pocos abandonaron el anfiteatro antes del final. Visto lo visto se puede afirmar sin ningún miedo que el fado tiene cuerda para rato. Y sería interesante que por aquí nos fuéramos enterando.
Abrió la velada Cuca Roseta sobre unos tacones imposibles e invocando ya de entrada y para dejar las cosas claras a Amalia Rodrígues. Con su Tiro Liro Liro se apoderó del escenario subyugando a todo el público. En el momento álgido de su actuación invitó Andrea Motis para realizar juntas en catalán El cant dels ocells con un toque entre el más rítmico fado y el jazz intimista que sobrepasó la anécdota.
Al final la misma fadista se emocionó con la calurosa reacción del público barcelonés. Cerró por todo lo alto con un danzante Vira do Minho contagioso pero el hecho de ser un doble concierto impidió que la lisboeta pudiera realizar algún bis y llevarse a casa un éxito todavía más apabullante.
Toda la exuberancia de la primera parte se convirtió en la segunda en cercanía, intimidad y un continuo desgarro en la voz de un sugerente Camané. Discreto, casi sin moverse, al contrario que su predecesora en el escenario, sentado en una banqueta, fue desgranando ese fado que no necesita de fuegos artificiales para penetrarte hasta lo más profundo de las entrañas. Su voz, arropada y propulsada por el rítmico y efecto piano de Laginha, se fue rasgando de arriba a abajo una vez tras otra sobre poemas que llegaron incluso a Pessoa. Invitó a Roseta a compartir juntos una vez más el recuerdo de la gran Amalia y cerró la velada volviendo a los sones más tradicionales de su Lisboa y poniéndole al personal la carne de gallina. La de Camané fue una actuación densa, cargada de constantes sugerencias, de esas que se tardan en olvidar.
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