El poder latino de Rubén Blades y Juan Luis Guerra transfigura el festival Cruïlla
El certamen cierra con 72.000 visitas en una jornada con una gloriosa diversidad generacional, de origen y de clase.

Si no tocó el cielo fue por 3 centímetros, porque la lluvia del miércoles retuvo público en casa. El Cruïlla cerró el sábado una de sus mejores ediciones, y no solo porque su director, Jordi Herreruela, lo afirmase tanto con sus palabras como con la expresión de su cara, sino porque ese soñado festival que representase la variedad de la ciudad que lo acoge se hizo multitud en la tarde noche del sábado, arrullado por la música latina, encarnado en un gentío y gozado por público de variadísima edad, procedencia y clase social. Si en la jornada del viernes la edad media ya había subido con respecto a las juveniles jornadas de miércoles y jueves, el sábado Juan Luis Guerra y Rubén Blades llevaron el festival hasta los sesenta y setenta años, favoreciendo que una gran parte del público asistente debutase en un festival del que guardarán un gran recuerdo, pues la fiesta fue total, representación de una ciudad en la que los latinos, por lo general ceñidos en sus propios circuitos musicales, fueron protagonistas.

Para individualizarlos no había que mirarlos a la cara o fijarse en las banderas que ondeaban, sino simplemente atender al sabio y cadencioso movimiento de sus piernas y caderas impartiendo lecciones magistrales de baile. Podía ser bachata, son o merengue, podía ser en pareja o en solitario, incluso podía ser en la interminable conga que cerró el concierto de Juan Luis Guerra, pero allí estaban bailando y diciendo con sus cuerpos que el día era suyo, que allí estaban sus maestros cantores para evocar su tierra de partida. Con Blades, en la parte delantera derecha del escenario, entre la multitud, las ecuatorianas Ligia Joana, 42 años, y Karina, 45 “muchos de esos años en Barcelona”, decían, eran de esas espectadoras que con su pulsera amarilla mostraban que habían ido solo ese día al festival, un festival que por cierto, tal y como declaró Herreruela, “vende 9.500 abonos de 4 y 2 días, pero muchas más entradas de jornada”. Es un festival a la carta que este año ha tenido 72.000 visitas, 25.000 de las cuales llegaron el sábado. Ajenas a las estadísticas, ambas ecuatorianas bailaban con Blades precisamente Ligia Elena y Ligia vigilaba los movimientos de su amiga, que decía plenamente feliz “estoy borracha y loca”, entre carcajadas de júbilo.
Ni que decir tiene que Blades impartió una lección de música. Concienzudo introductor de sus temas, de los que explicaba año de edición, disco que los incluía y contexto de composición, hizo pasar por escena a Sinatra y Tony Bennett, sí, hubo parte swing del concierto, Lavoe, Machito, Wilie Colón, Mario Bauzá y otras muchas leyendas de la música. Dos horas y 16 minutos estuvo el maestro sin desabrocharse la americana, sudando un mar, manteniendo una envidiable voz nítida, potente y flexible a sus orgullosos 74 años. Lo hizo empujado por una orquesta que sonaba sin ocultar matiz alguno y dando fuste a un repertorio oceánico y reivindicativo rematado por Pedro Navaja, agradeciendo a La Platería su versión, y un Patria que hizo ondear aún más las banderas de Panamá. Aún con todo, la multitud exigía ser mirada, entregada al baile y abierta a la lisonja: “Usted va a vivir 100 años”, le dijo un espectador a Pere, catalán jubilado, 75 años, clase media- alta, que con su camisa tropical y cervecita en ristre bailaba como su cuerpo le daba a entender. Quien no reía allí de felicidad simplemente no tenía boca.

Dos horas antes, con el concierto de Guerra ya lanzado, se iniciaba con Burbujas de amor un popurrí de bachatas, y a Isabel, 69 años, se le iba un “qué bonitaaaaa” enternecedor. Venía del Maresme con su marido, hijo, nuera y nietos. Para ella y su marido, como para mucha gente el sábado, era el primer Cruïlla. No para su hijo Arturo, 38 años, conocedor del festival desde que nació en su ciudad, Mataró. Tres generaciones siguiendo a Guerra, gorra encasquetada, en los bises se encasquetó un sombrero. Bien, dos generaciones, los nietos, apenas seis años, estaban más pendientes de los grafiteros que estampaban los rostros de las estrellas del festival en unos paneles en la parte posterior de la multitud. Ojalá que llueva café sonó en clave de balada e hizo volar suspiros, pero la final Bilirrubina desató el júbilo, la conga monumental, un cimbreo masivo de cuerpos y una jovial y gozosa autoafirmación latina. Todo el mundo sintió aquella música como propia. Porque lo es.

Y no cabe olvidar el espacio de comedia, donde ante miles de personas Ignatius Farray cerró el festival de las risas con un sensacional monólogo en el que apuñaló sañudamente a la corrección política, riéndose de todo y todos, para acabar construyendo un inteligente discurso sobre la libertad y una acerada crítica a los políticos “que se creen más gilipollas que nosotros”. Y para demostrar cuán gilipollas son los ciudadanos, condujo el monólogo a un final “gracias, Adolf Hitler”, coreado por el público. “¿Veis cómo a gilipollas no nos gana nadie?”, dijo para animar a los ciudadanos a no dejar que “unos gilipollas aficionados nos den lecciones ganando elecciones con cañas”. Pero para lección, la de un festival que demostró con una multitud la variedad y colorido de la ciudad que lo acoge.
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