¿Y si tengo miedo, qué?
No es otra cosa que un buen amigo, a veces intransigente, otras maniático, siempre a mi lado donde sea que vaya
“Subite a esa yegua, no seas cagón”. Cuando los caballos forman parte de tu infancia, incluso de tu vida laboral, hay varios momentos —por no decir muchísimos— en los que te vas al suelo. Es irremediable, hasta a veces divertido. Ese no es el problema, forma parte del oficio. El dilema es cuando, después de un porrazo que te muele hasta el último hueso, miras a ese bicho que pesa 500 kilos y va a 60 kilómetros por hora, y sabes que te está esperando otra vez. Seguramente para volverte a tirar. Y tú piensas: “Que se suba tu madre”. Entonces, aparece esa voz pedagógica que te invita a volver al ruedo con ternura, las miradas de los presentes también son tan crueles como inquisidoras. La testosterona siempre ha estado presente en el deporte, aunque ahora los modernos digan echarle valor en vez de huevos, eufemismos para disfrazar el miedo. Y yo me pregunto: ¿Si tengo miedo, qué pasa?
“El miedo tiene mala prensa, pero en realidad te ayuda a protegerte”, apunta la psicóloga Inma Puig, experta en creación, formación y desarrollo de equipos de alto rendimiento. Hay mucha literatura sobre el miedo: que si te paraliza, que si hay que usarlo como impulsor, que si patatín o que si patatán. Pero no es otra cosa que un buen amigo, a veces intransigente, otras maniático, siempre a mi lado donde sea que vaya. No hay nada más estúpido que morir por valiente.
“Todos tenemos miedo y el miedo es necesario”, asume el torero aragonés Imanol Sánchez. Y Kilian Jornet, atleta, esquiador y alpinista, aventurero del año por National Geographic en 2014 y en 2018, recuerda: “La mitad de las veces que voy a la montaña me doy la vuelta por miedo. Sé que técnicamente no estoy preparado, que las condiciones no están bien o hay equis riesgo. Hay muchas cosas que en las montañas no podemos controlar. Ese miedo es el que nos mantiene vivos”.
Para ser precisos, Inma Puig aconseja diferenciar entre el temor y el miedo. Uno es real; el otro, no. “El miedo”, detalla la psicóloga, “se puede sentir ante la presencia de un tigre. Hay un peligro real. Aumentan las pulsaciones y el cuerpo se activa, se pone a la defensiva”. El temor, en cambio, es más puñetero. “Aparece con el ‘y si…’. ¿Y si me vuelvo a caer? ¿Y si fallo de nuevo? El problema es cuando estos ‘y si’ generan un estrés tan grande que el cuerpo comienza a sentir sensaciones similares a las del miedo, pero son cosas que no suceden y que quizá nunca lleguen a suceder. Pero se perciben como si pasaran”.
El alto riesgo coquetea con la inconsciencia. “Te acercas a situaciones donde la posibilidad de muerte está ahí, pero tienes que llegar a una zona de confort, cerca del límite. Nunca tienes que pasar ese límite porque si lo haces, estás muerto”, subraya Kilian Jornet. Cuando me golpeaba —y si no tenía nada roto—, había unos minutos de dolor residual que necesitaba sacar de mi cabeza. El olvido como receta. Algo que funciona también fuera del campo porque cuando hay olvido no hay nada.
El problema es que la memoria puede ser traicionera. ¿Saben la de cosas que he deseado olvidar? Y con algunas no hay caso, siguen ahí al acecho de mi ego y de mis buenas costumbres. Para el expiloto de Fórmula 1, Pedro de la Rosa, el secreto está en no pensar —también aplicable a la vida cotidiana: ¿Cuánta felicidad se esconde en no darles demasiadas vueltas a las cosas?—. “El accidente peligroso para un piloto es el que no sabe por qué ha ocurrido. Ese genera dudas, te puede hacer perder la confianza. En el momento en que empiezas a pensar en lo que puede ocurrir, estás muerto como deportista. Con la experiencia, en cambio, aprendes a arriesgar cuando toca”.
Muchos toreros, sin embargo, descansan en rituales. Ni olvido ni negación, protección divina. “Cuando te juegas la vida te puedes cuidar con supersticiones. Es un refugio en el que nada malo te puede pasar”, reflexiona Inma Puig. “Es una forma de canalizar lo que nos pasa. Tengo compañeros que van a la capilla, yo me encomiendo al destino. La actividad de riesgo no hay otra cosa que el presente”, concluye Imanol Sánchez.
Pero, hay veces en las que el futuro interviene en el presente. “La responsabilidad de tener hijos te puede hacer disminuir el riesgo”, interviene la psicóloga. En el año 2000, Pedro de la Rosa fue a cenar con su compañero de equipo Jos Verstappen, padre del actual campeón del mundo de Fórmula 1, Max. “Mi compañero tiene un hijo’, pensé. Este tío está acabado. Le va a aflojar seguro. Es un tópico que incluso los pilotos nos creemos. Yo tengo tres hijas y me afectó cero”, dice De la Rosa. Tampoco a Jornet le pasó factura: “Evidentemente, piensas en tu familia, pero ser padre no ha cambiado mucho mi relación con la montaña”.
El miedo puede ir y venir. Ocultarse en una falsa valentía o, simplemente, convertirse en parte de nuestro paisaje mental. Pero los hijos son un miedo que no se apaga. Ni siquiera para unos tipos acostumbrados a desafiar el riesgo. Manuel Jabois dice que “un hijo es como tener algo siempre al fuego”. Ramon Besa rememora las noches sin dormir cuando su hijo salía con el coche y mi amigo Ramiro Martín me recuerda la frase de un escritor argentino: “Los hijos son la industria del terror”. Lo malo es que a mí ya no me funciona el olvido y, mucho peor, no hay analgésico para el miedo a ser padre. Ni el diazepam ni el Ibuprofeno ayudan. ¡Qué lástima! Un caballo del que ni siquiera me puedo caer. “Quédate en esa yegua, no seas cagón”.
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