_
_
_
_
_
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

A los treinta años

No había ni pensado ni sentido que las cosas tenían tiempo, que envejecían con él. Hasta ahora. Y el pasado 11 de marzo fue mi cumpleaños. Y mi mejor amiga me regaló A los treinta años de Ingeborg Bachmann

Ingeborg Bachmann en una imagen de 1972.
Ingeborg Bachmann en una imagen de 1972.Imagno (Getty Images)

De repente, a mi alrededor, las cosas tienen días, meses, años. Sólo algunas tienen años. Un par de fotografías, una gargantilla de oro y poco más. También un disco de Beyoncé, Dangerously in Love del 2003. Y unas botas camperas, de piel, marrones, que he usado mucho, pero que están muy bien conservadas. Los trajines de aquí para allá me han desgastado los pies, unos pies, ya, feos, feísimos, feisísimos, los pies más feos del mundo, aunque, nunca, jamás, los trajines me han afeado el calzado. Tengo pocos zapatos para lo tanto recorrido, pienso, siento, creo. Creer. Eso también tiene muchos años. Creer ha sido, quizás, lo único religiosamente imperturbable a lo largo de todo este tiempo. Sí, ahora las cosas tienen tiempo. De repente, el alma y el espíritu son cosas y tienen tiempo. De repente mi cuerpo es una cosa y tiene tiempo. No había ni pensado ni sentido que las cosas tenían tiempo, que envejecían con él. Hasta ahora. Y el pasado 11 de marzo fue mi cumpleaños. Y mi mejor amiga me regaló A los treinta años de Ingeborg Bachmann.

Le lloro al mundo, al mismo mundo que habito con estos pies feos, horribles, que dan asco y miedo, incluso vergüenza. Ese tipo de asco y miedo que dan las personas seguras de si mismas trajinando de un sitio para el otro, todopoderosas, sinvergüenzas, descaradamente incansables, pregonando luchas, derrotas y victorias. Ese tipo de asco y miedo que da ese tipo de juventud, irreverente y fervorosa. Ese, ese tipo de asco y miedo. Pero ahora tengo treinta años. Así que me permito una última pataleta en este mundo que una vez me pareció revocable. Porque la única prueba de no haber sido una completa imprudente, de no haber sido una completa estúpida, de no haber sido una absoluta niñata por no haber dejado espacio al pensamiento y al sentimiento entre tanto ajetreo es, humillantemente, el trayecto, su paso acelerado, a trancas y barrancas, un modesto baile en última instancia. Un taconeo definitivo: pienso y siento, ya, tanto, tantísimo, tantitísimo, en este mundo grande y terrible, que tan sólo celebrar o maldecir me parece una traición.

«Cuando uno llega a los treinta años, no por eso se deja de llamársele joven. Pero él, por mucho que no descubra en sí mismo ningún cambio, se vuelve inseguro; tiene la impresión de no tener derecho a hacerse pasar por joven. Y una mañana de un día que olvidará, se despierta y de repente yace sin poder levantarse, herido por duros rayos de luz y desprovisto de todo recurso y de todo valor para enfrentarse al nuevo día», escribió la escritora austríaca. En mi caso, ninguna cana nueva. Tampoco arruga alguna, todavía. Treinta años son para todo y para nada. Son para un marido, un hijo y una hipoteca. Para un contrato indefinido. Treinta años no son para tanto, me digo. Treinta años son para que vayamos hoy a hacernos la pedicura, Rita. Por favor, por favor, por favor...Hola. Esto es una prueba.

Puedes seguir a EL PAÍS Catalunya en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_