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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La presidenta Borràs y la exclusión social

La política deambula gracias a Laura Borràs por las callejas de Valle-Inclán mientras se rehúye el debate sobre cómo combatir que el 29,1% de la población catalana vive en riesgo de pobreza

Laura Borràs, presidenta del Parlament, en un momento de un Pleno.
Laura Borràs, presidenta del Parlament, en un momento de un Pleno.
Francesc Valls

La presidenta del Parlament, Laura Borràs, ha escrito recientemente una de las páginas más sobresalientes del esperpento procesista, mostrando que obedecer y desobedecer, además de conjugarse igual, son conceptualmente lo mismo. La realidad catalana deambula así por su valleinclanesco y peculiar callejón del Gato, entre la tragedia y lo grotesco. Los protagonistas de la primera son aquellos cuya épica consiste en subsistir a diario, los de la segunda son quienes se embozan en principios para mantener la poltrona.

Esta semana, mientras Borràs pretendía vender como ético su ejercicio de contorsionismo verbal, el Ayuntamiento de Barcelona daba a conocer que en 2021 los servicios sociales atendieron a casi 100.000 personas. Entre esos miles de ciudadanos, los de la épica de la subsistencia, se encuentra Janys, una venezolana viuda y madre de tres menores, que llegó hace tres años y a la que se le concedió residencia por razones humanitarias. Janys pudo resistir los embates de la precariedad gracias a las ayudas en alimentación que recibió durante seis meses.

Barcelona, en la diana de muchas críticas por el urbanismo táctico, las superillas o la limpieza o suciedad de sus calles, recibió en diciembre de 2021 el reconocimiento de la Asociación Estatal de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales por la mejor administración local de España. Aunque se esté lejos de cubrir todas las respuestas a la precariedad, el Ayuntamiento de la capital catalana es uno de los pocos que en España tiene capacidad para tramitar ayudas sociales de emergencia en un plazo inferior a las 48 horas. El año pasado las prestaciones ascendieron a 41,3 millones de euros, de los que 25,8 se emplearon en pagar desde pensiones y hostales para aquellos que habían sido desahuciados hasta ayudas al alquiler. El resto de la partida se dedicó a alimentación y ayudas a familias con menores.

Los datos de Barcelona cobran especial interés a la vista de las aportaciones del informe Foessa que afirma que el año pasado el 29,1% de la población catalana —prácticamente uno de cada tres ciudadanos— se hallaba en riesgo de exclusión social. Con este panorama, resulta exasperante la lentitud tanto de la Administración central como de la Generalitat a la hora de aplicar prestaciones que ayuden a paliar la precariedad, como son el Ingreso Mínimo Vital (IMV) y la Renta Garantizada de Ciudadanía (RGC). La primera que entró en vigor hace dos años llega solo al 13% de quienes se hallan en situación de privación material severa, mientras que la segunda que arranca de 2017 cubre al 28% del mismo colectivo, según Cáritas.

Todo ello está agravado por el hecho que desde hace 12 años no se actualiza el Indicador de Renta de Suficiencia de Cataluña (IRSC), que marca el umbral para acceder a prestaciones sociales. En ese periodo coincidente con el procés, el IRSC debería haber aumentado un 22,7%. Mientras deambulamos por el callejón del Gato de la mano de Laura Borràs, soslayamos el debate sobre la exclusión social que merece al menos tanta intensidad como aquellos que solo satisfacen el ego de quien los protagoniza.

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