_
_
_
_
_
OPINIÓN

Una cultura funeraria y sus agujeros

Este año se celebran las conmemoraciones de los centenarios de Joan Fuster, Gabriel Ferrater, Francesc Català-Roca y Guillem Viladot, este último de menor rango

Imagen de archivo de Guillem Viladot, considerado uno de los máximos exponentes en Cataluña de la poesía concreta.
Imagen de archivo de Guillem Viladot, considerado uno de los máximos exponentes en Cataluña de la poesía concreta.LAURENT AIS (EFE)
Mercè Ibarz

El poeta y narrador Guillem Viladot nació hace un siglo, como Fuster, Ferrater y Català-Roca, entre otros nombres que tienen este año su Año, declarado por la Generalitat, un buen manojo de personas y de entidades. Este fajo cada vez mayor se pretende un ejercicio de renovación de la historia cultural pero difícilmente logra esconder el carácter funerario que la administración otorga a los artistas y personajes y asociaciones. Si hablamos de cultura, sabido es que el mejor artista es el artista muerto, el mejor intelectual es el intelectual muerto, y así sucesivamente: poetas, escritores, fotógrafos, bien muertos son sensacionales. ¿Se puede decir lo mismo en otros campos, el económico por decir uno? ¿El mejor banquero es el banquero muerto? Este 2022 tiene también su Año la empresaria Júlia Bonet Fité, creadora de la cadena de perfumerías que lleva su nombre de pila, y el empresario y político Ramon Trías Fragas, pero poco se habla de ellos en los medios. Los mejores muertos, insisto, son los escritores y los artistas.

Viví de cerca el centenario de Buñuel en el 2000 y el de Rodoreda en 2008. En el caso de don Luis fue como si lo volviéramos a enterrar, su obra no se programa ni se ve, es solo una industria académica. La dama de Romanyà aguantó mejor, pero también pasó luego un tiempo en el limbo. Los centenarios suelen producir hartazgo, faltos de convicción a menudo, solo en contadas ocasiones reviven la obra y aportan público. En estas líneas comentaré el caso de Viladot, que en plenas Navidades levantó ampollas en las Tierras de Lleida por ser de escaso rango para el departamento de Cultura, que lo ha situado en la casilla Altres commemoracions.

Auguro que el Año Viladot será un éxito precisamente por eso. Justo por no ser su año de tachín tachán institucional, el olvido rugirá. Cuando las gentes del oeste se mosquean, poca broma. Y están francamente picados. El rechazo les alimenta, terrícolas de frontera. Este sábado 29 empieza el programa en su Agramunt natal, donde el boticario Viladot mezclaba elixires, también poéticos y narrativos. Un poeta experimental en medio de obradores de turrones y de los ricos campos de cereales y frutales de la llanura ardiente.

Fue uno de esos escritores que construyen su obra como si vivieran en Francia (al igual que sus vecinos Josep Vallverdú el proteico y el poeta Jaume Pont, por nombrar solo dos): lejos y ajenos a la capital, que poco caso les hace, figuras en su paisaje nativo, excéntricos a su pesar. Claro que quería ser reconocido y viajaba a Barcelona y se movía tanto como podía entre algunos círculos, sin demasiada fortuna crítica ni editorial, pero Viladot no se achantaba, él era un notable local de una próspera y arraigada botica familiar, de cuando un farmacéutico contaba tanto como un terrateniente, un médico o un director de sucursal bancaria. Siempre señor en su atuendo y maneras, no correspondía a la imagen supuesta de poeta experimental (le conocí a finales de los 70, vaya años ante un galán rural), y menos cuando le veías con Brossa del destartalado, antiseñor en su atuendo y un señor en su talante. Formaban trío con otro leridano, Josep Iglésias del Marquet, poeta y crítico de arte, el más discreto, otro señor en el trato.

Continuó en su pueblo hasta morir a los 77. No fue el único en Cataluña ni lo ha sido en otras tierras ibéricas, una historia literaria no contada ni avaluada en el precio que han pagado y pagan estas figuras, a diferencia de tantos de sus homólogos franceses que pueden vivir de la literatura. No eran entonces tiempos neorurales, entendámonos, no había internet y la luz se iba día sí y día también (aún lo hace, no tan a menudo pero lo hace). Las tierras de Poniente, ardidas y discretas por fuerza, son también taller y refugio de artistas capitalinos. Guinovart y Hernández Pijuan extrajeron de aquellos secanos calientes y fértiles energía y pinturas muy bellas. El Nobel Coetzee, autor de sus Tierras de poniente, se enamoró de un paisaje que le transportaba a su infancia (¡en Suráfrica!) y a punto estuvo de instalarse antes de decidirse por Australia (al parecer algunos vecinos no se lo pusieron fácil). La Fundació Sorigué tiene en Lleida una colección de arte contemporáneo de más de 450 obras de lo más comunicativo, del que agrada a todo el mundo. De alguna manera, la semilla de Viladot ha hecho posible todo eso, al margen incluso de su persona y de si apoyó a este o aquél y de cómo logró publicar su obra. La creación llama a la creación, la engendra. Una figura en un paisaje crea.

Mercè Ibarz es escritora y crítica cultural

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete


Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_