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La crisis del coronavirus
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El antivacunas en nosotros

El libertino de hoy es el prudente de mañana, igual que el sectario de ayer es el comunitarista de hoy. Por eso la democracia consiste en estar abiertos a la diferencia

Antivacunas Covid-19
Protesta contra las vacunas en Barcelona, en 2021.Carles Ribas (EL PAÍS)

Se cumple un año desde que un grupo de manifestantes tomó el Capitolio de Washington D.C. Fue algo nuevo sobre lo que todavía estamos intentando comprender las implicaciones. De entrada, porque había un señor disfrazado con pieles y cuernos que se autoproclamaba “chamán”. Representaba a un grupo de gente que después supimos que respondían a la secta Q’Anon que, según Wikipedia “sostienen que un grupo de pedófilos caníbales satánicos operan una red mundial de tráfico sexual infantil que conspiraba contra el presidente Donald Trump durante su mandato”. La gran mayoría simplemente creía que el recuento electoral no había sido legítimo. Son tres grados diferentes de teorías de la conspiración, círculos concéntricos: del surrealista a lo verosímil, y de los cuatro gatos a un número relevante de individuos.

En enero de 2022, la prensa americana va llena de especulaciones sobre una guerra civil en el horizonte. Es decir, que tildar a los demás de irracionales, locos y cretinos no les ha hecho desaparecer. Simultáneamente, en España no hay tambores de guerra, pero sí manifestaciones de antivacunas. Y aunque aquí no está Emmanuel Macron diciendo que hay que “joder” a los antivacunas, no cuesta imaginarlo. Las protestas dispersas del inicio de la pandemia son cada vez más numerosas, organizadas y continuadas, y te las puedes encontrar cualquier tarde paseando por la ciudad. Al igual que con los trumpistas, aquí también hay grados: desde los que creen que el gobierno nos inyecta microchips con la vacuna, hasta los que no van a manifestaciones pero “prefieren esperar a pincharse”, pasando por quienes están preocupados porque la pandemia se ha aprovechado para lesionar libertades fundamentales, que para ellos no son ninguna ridiculez.

Es fácil deshumanizarlos porque huelen a problemas del primer mundo. Pero entre el votante trumpista no solo hay millonarios excéntricos y locos de las armas. Junto a todos ellos también se encuentra la clase depauperada por la desindustrialización neoliberal, que tiene razones para desconfiar del sistema y se aferra a cualquier alternativa. Del mismo modo, entre el antivacunas patrio encontramos cayetanos que se pueden pagar salud privada y naturistas más protegidos por un cojín económico que por la homeopatía, pero también grupos desfavorecidos que cualquiera entendería como han llegado a desconfiar de cualquier autoridad.

La democracia es empatía con la diferencia bajo la premisa de la igualdad radical. Es una idea revolucionaria porque impide cualquier el darwinismo social al que tiende naturalmente el hombre. La ciencia y la técnica pueden asignar jerarquía numérica a las opiniones y las cosas, pero la política democrática tiene un núcleo teológico irreductiblemente irracional: el valor sagrado de todas las personas. Lo normal es alejarnos de este corazón y vivir en una tolerancia inercial, hartos de vecinos idiotas. Pero en el origen de la democracia hay un salto de fe que John Rawls describió muy bien: queremos vivir en la sociedad en la que elegiríamos haber nacido si no pudiéramos saber la suerte que tendríamos en la vida.

Y esto incluye una sociedad en la que se esperan diferentes sensibilidades con la verdad, la seguridad, la racionalidad, etc. Yo lo entiendo mejor cuando pienso en términos evolutivos. La verdad no es un objeto independiente de la experiencia, sino la etiqueta que ponemos las cosas que nos han servido para sobrevivir. El grado medio de confianza en la ciencia y las instituciones que tenemos ahora mismo es el resultado de un proceso lleno de baches que ha acabado funcionado. Pero la diferencia entre obediencia acrítica y criterio razonable no es objetiva y universal, sino pragmática y contextual. Podemos ver la pandemia como una gran presión de la selección natural sobre la especie humana que ha favorecido a aquellos con más disposición para amoldarse al colectivo.

No siempre fue así ni siempre lo será. El libertino de hoy es el prudente de mañana igual que el sectario de ayer es el comunitarista de hoy. Por eso la democracia consiste en estar abiertos a la diferencia y sentirla como una propiedad del colectivo, y no como una tara que hay que allanar. Las teorías de la conspiración no se combaten ridiculizando a los colectivos hasta tribalizarnos según sensibilidades, sino ensanchando el espacio con respeto y empatía.

En la pandemia hemos visto a la ciencia tener muchos más logros que fracasos (es la gracia del método científico) y grados de la teoría de la conspiración que van del absurdo hasta el plausible. Pero un mundo incierto y cambiante en el que el poder cada vez controla más y mejor a los ciudadanos, no todas las respuestas de los escépticos y los antisistema son la misma tontería. Quizás algún día, los más libertarios de tendrán la razón en algo, y en vez de haberlos alienado hasta el otro lado de la trinchera querremos que formen parte de nosotros.

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